domingo, 5 de octubre de 2008

NATALIO BOTANA: ARGENTINA Y LA CRISIS MUNDIAL


2008. La actual encrucijada de la economía mundial exigirá renovar el arte del compromiso entre fuerzas opuestas. Por: Natalio Botana

En menos de una década el siglo XXI produjo dos grandes crisis. La primera fue política luego del ataque a las Torres Gemelas; la segunda, que hoy nos inunda con un torrente de incertidumbre, es económica. Si la crisis provocada por Al Qaeda disparó la guerra preventiva y, como resultado de ella, una declinación pronunciada del liderazgo de los Estados Unidos, los efectos económicos, con raíces previas en el fenómeno de la globalización, tuvieron el paradójico carácter de envolver al mundo en un círculo de altas tasas de crecimiento. 

Merced al fulminante incremento en los precios de sus productos de exportación, los países emergentes disfrutaron con creces esta prosperidad.Crisis política más crecimiento económico: a este contrapunto lo ha barrido el disloque financiero de las últimas semanas. Mientras la guerra de Irak no está para nada resuelta, el estallido de la burbuja crediticia añade a este contexto un espeso condimento.

La crisis ha dejado por ahora de ser parcial para transformarse en global. Nadie, en rigor, está del todo al abrigo de la tormenta. En este sentido, las enseñanzas que depara el pasado no deberían caer en saco roto. Si volvemos la mirada a los tiempos del Centenario (1910-1916), las comparaciones históricas marcan ritmos diferentes. La gran crisis política del siglo XX, producto del multilateralismo sin reglas y del equilibrio de poder entre Estados dotados de soberanía absoluta, se inició en 1914 con la Primera Guerra Mundial.


Entre los devastadores efectos de aquella tragedia de la muerte en masa, sobresalieron los regímenes de control totalitario que se levantaron en Rusia y en Italia.En la Argentina el impacto fue muchísimo menor. Recordemos que, a partir de 1916, culminado la reforma política de 1912, gobernaba Hipólito Yrigoyen. Aunque hubo una brusca caída del PBI con secuelas en el empleo y aumento de los conflictos sociales, el régimen democrático recientemente inaugurado resistió y, luego de concluida la guerra en 1918, encuadró otro período de progreso económico y estabilidad política. 

Todo esto se clausuró en 1930 cuando, un año después del estallido de la crisis económica en Wall Street, un golpe de estado derrocaba a Yrigoyen por la violencia de las armas.La conjunción de las causas internas (indecisión del Gobierno mientras se derrumbaba el patrón oro, oposiciones conspirativas, irresponsable papel de los medios) con las causas externas del golpe debe también subrayarse.

La Argentina, como Alemania en el cuadrante extremo del nacional-socialismo, no pudo contender con la legitimidad de sus instituciones el impacto político de aquella conmoción económica.Durante el primer tercio del siglo XX, respondimos con la inteligencia de una transición democrática a la crisis política internacional de 1914-1918, y sucumbimos frente a la crisis económica de 1930. En aquella encrucijada, que fue el punto de partida en la Argentina de un largo medio siglo de dominación militar con intermitencias, la crisis económica se desdobló más tarde en una prolongada crisis de legitimidad política. 

A primera vista, estas consideraciones suenan a historia antigua. Ante la probable expansión recesiva que, habiendo arrancado en el norte, parece avanzar hacia el sur del planeta, nuestras instituciones son más firmes, por lo menos en lo que se refiere al expediente golpista de 1930.

Como dijo el miércoles de esta semana Raúl Alfonsín, en la galería de bustos de la Casa Rosada, desde 1983 "no hubo ni habrá aquí más presidentes de facto". Para bien de los valores cívicos, estamos doblando el codo de la trayectoria de un cuarto de siglo de vida democrática. No obstante, las enseñanzas acerca de la capacidad corrosiva de las crisis económicas -políticas, humanas e ideológicas- encierran mucho más que un mero valor heurístico: son, ante todo, un llamado de atención con plena vigencia en el presente.

Estos signos de advertencia se están prendiendo por doquier en el mundo. Señalan, por un lado, el colapso de un modelo mundial en la economía que reinó después de la caída del Muro de Berlín y despliegan, por otro, la posibilidad del desarrollo de una economía mixta mucho más atenta al principio de coordinación entre entes reguladores de los flujos financieros. Que este ordenamiento aparezca hoy en el repertorio de lo posible no significa que el mismo pueda concretarse de un día para otro. 

Es una operación que descansa en el difícil arte del compromiso cuando la confrontación en el plano político, o la abstención de los gobiernos en el plano del mercado, fue moneda corriente en lo que bien podría denominarse -parafraseando a Stefan Zweig- el cercano "mundo de ayer".Para nosotros, estas señales son aún más fuertes, porque la crisis nos exigirá renovar el arte del compromiso entre fuerzas opuestas. 

Tendría que ser una innovación de fuste frente a un estilo predominante en el juego político que, hasta las circunstancias actuales, giró en torno al enfrentamiento con los contrarios unido al concomitante desarrollo de los poderes de obstrucción y de veto. Esta militante disposición de las cosas no afectó la hegemonía del Poder Ejecutivo gracias al excelente rendimiento fiscal del último quinquenio. ¿Qué efectos podría tener este cuadro en medio de la escasez fiscal derivada de la caída pronunciada en el precio de nuestras commodities?

En esta respuesta se cifra una porción de nuestro porvenir inmediato. El oficialismo debería aplacar el ánimo de confrontación y las oposiciones sociales y políticas la tentación de producir cambios de gobierno mediante la incentivación de la crisis. Si el primero de estos comportamientos evoca la pasión de gobernar con exclusiones, el segundo reproduce con ropaje civil el ánimo golpista de los años treinta. Para avizorar el rumbo en la tormenta, sería conveniente que no prevalecieran estas inclinaciones.

sábado, 4 de octubre de 2008

La crisis relatada por el Presidente Sarkozy

DISCURSO DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA FRANCESA, NICOLAS SARKOZY
- EXTRACTO - SITUACIÓN FINANCIERA INTERNACIONAL

(Toulon, 25 de septiembre de 2008)
Señoras y Señores Ministros, Señoras y Señores Parlamentarios,
Si he querido dirigirme esta tarde a los Franceses es porque la situación de nuestro país lo exige. Soy consciente de mi responsabilidad en estas circunstancias excepcionales.
Una crisis de confianza sin precedente desestabiliza la economía mundial. Las grandes instituciones financieras están amenazadas, millones de pequeños ahorristas en el mundo que depositaron sus ahorros en la bolsa ven cómo su patrimonio se descompone día tras día, millones de jubilados que han cotizado en fondos de pensiones temen por su jubilación, millones de hogares modestos viven momentos difíciles por el alza de los precios.
Como en todo el mundo, los Franceses temen por sus ahorros, por su empleo y por su poder adquisitivo.
El miedo es sufrimiento. El miedo impide emprender, el miedo impide implicarse. Cuando se tiene miedo, no se tienen sueños; cuando se tiene miedo, uno no piensa en el futuro.
Hoy, el miedo es la principal amenaza para la economía.
Hay que vencer ese miedo. Es la labor más urgente. No se vencerá, no se restablecerá la confianza con mentiras, sino diciendo la verdad. Los Franceses quieren la verdad y estoy convencido de que están dispuestos a escucharla. Si sienten que se les esconde algo, la duda crecerá. Si están convencidos de que no se les oculta nada, hallarán en ellos mismos la fuerza para superar la crisis. Decir la verdad a los Franceses es decirles que la crisis no ha terminado, que sus consecuencias serán duraderas, que Francia está demasiado implicada en la economía mundial como para pensar siquiera un instante que pueda estar protegida contra los acontecimientos que, ni más ni menos, desequilibran el mundo. Decir la verdad a los Franceses es decirles que la crisis actual tendrá consecuencias en el
crecimiento, en el desempleo, en el poder adquisitivo durante los próximos meses. Decir la verdad a los Franceses es decir, en primer lugar, la verdad sobre la crisis financiera. Porque esta crisis, sin igual desde los años 30, marca el final de un mundo construido tras la caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría. Ese mundo fue impulsado por un gran sueño de libertad y de prosperidad. La generación que venció al comunismo había soñado con un mundo donde la democracia y el mercado resolverían todos los problemas de la humanidad. Había soñado con una mundialización feliz que acabaría con la pobreza y la guerra. Este sueño ha empezado a hacerse realidad: las fronteras se han abierto, millones de hombres han escapado a la miseria, pero el sueño se ha quebrado con el resurgimiento de los fundamentalismos religiosos, los nacionalismos, las reivindicaciones identitarias, el terrorismo, los dumpings, las deslocalizaciones, las derivas de las finanzas globales, los riesgos ecológicos, el agotamiento anunciado de los recursos naturales, las revueltas del hambre. En el fondo, con el final del capitalismo financiero –que había impuesto su lógica a toda la economía y que había fomentado su perversión– muere una determinada idea de la mundialización. La idea de la omnipotencia del mercado que no debía ser alterado por ninguna regla, por ninguna intervención pública; esa idea de la omnipotencia del mercado era descabellada. La idea de que los mercados siempre tienen razón es descabellada. Durante varios decenios, se han creado las condiciones que sometían la industria a la lógica de la rentabilidad financiera a corto plazo. Se han ocultado los riesgos crecientes que había que correr para obtener rendimientos cada vez más exorbitantes.
Se han desarrollado sistemas de remuneración que incitaban a los operadores a correr cada vez más riesgos inconsiderados.
Se ha fingido creer que los riesgos desaparecían uniéndolos. Se ha permitido que los bancos especulen en los mercados en vez de hacer su trabajo que consiste en invertir el ahorro en desarrollo económico y analizar el riesgo del crédito. Se ha financiado al especulador y no al emprendedor. No se han controlado las agencias de calificación y los fondos especulativos. Se ha obligado a las empresas, a los bancos, a las aseguradoras a inscribir sus activos en las cuentas a precios del mercado que aumentan y se reducen en función de la especulación. Se ha sometido a los bancos a reglas contables que no garantizan la gestión correcta de los riesgos y que, en caso de crisis, agravan la situación en vez de amortiguar el choque. ¡Es una locura y hoy pagamos por ello!
Este sistema donde el responsable de un desastre puede partir con un paracaídas dorado, donde un corredor de bolsa puede hacer perder 5000 millones de euros a su banco sin que nadie se dé cuenta, donde se exige a las empresas rendimientos tres o cuatro veces más elevados que el crecimiento real de la economía, este sistema ha creado profundas desigualdades, ha desmoralizado a las clases medias y ha fomentado la especulación en los mercados inmobiliarios, de materias primeras y de productos agrícolas. Pero este sistema –hay que decirlo porque es la verdad– no es la economía de mercado, no es el capitalismo.
La economía de mercado es el mercado regulado, el mercado al servicio del desarrollo, al servicio de la sociedad, al servicio de todos. No es la ley de la jungla, no son beneficios exorbitantes para unos y sacrificios para todos los demás. La economía de mercado es la competencia que reduce los precios, que elimina las rentas y que beneficia a todos los consumidores. El capitalismo no es el corto plazo, es el largo plazo, la acumulación de capital, el crecimiento a largo plazo. El capitalismo no es la primacía del especulador. Es la primacía del emprendedor, la recompensa del trabajo, del esfuerzo, de la iniciativa.
El capitalismo no es la disolución de la propiedad, la irresponsabilidad generalizada. El capitalismo es la propiedad privada, la responsabilidad individual, el compromiso personal, es una ética, una moral, instituciones.
De hecho, el capitalismo ha posibilitado el extraordinario auge de la civilización occidental desde hace siete siglos.
La crisis financiera que vivimos hoy, mis queridos compatriotas, no es la crisis del capitalismo. Es la crisis de un sistema que se ha alejado de los valores más fundamentales del capitalismo, que ha traicionado al espíritu del capitalismo. Quiero decirlo a los Franceses: el anticapitalismo no ofrece ninguna solución a la crisis actual.
Reanudar con el colectivismo que tantos desastres provocó en el pasado sería un error histórico. Pero no hacer nada, no cambiar nada, conformarse con cargar al contribuyente todas las pérdidas y fingir que no ha pasado nada también sería un error histórico. Mis queridos compatriotas, podemos salir reforzados de esta crisis. Podemos salir y podemos salir reforzados, si aceptamos cambiar nuestro modo de pensamiento y nuestros comportamientos. Si hacemos el esfuerzo necesario para adaptarnos a las nuevas realidades que se imponen a nosotros. Si actuamos, en vez de padecer.

* * *
La crisis actual debe incitarnos a refundar el capitalismo en una ética del esfuerzo y del trabajo, a encontrar de nuevo un equilibrio entre la libertad necesaria y la regla, entra la responsabilidad colectiva y la responsabilidad individual.
Tenemos que alcanzar un nuevo equilibrio entre el Estado y el mercado, cuando en todo el mundo los poderes públicos se ven obligados a intervenir para salvar el sistema bancario del derrumbe. Debe instaurarse una nueva relación entre la economía y la política mediante el desarrollo de nuevas reglamentaciones.
La autorregulación para resolver todos los problemas, se ha acabado. El laissez-faire, se ha acabado.
El mercado que siempre tiene razón, se ha acabado. Hay que aprender de la crisis para que no se reproduzca. Hemos estado al borde de la catástrofe, el mundo ha estado al borde de la catástrofe, no podemos correr el riesgo de empezar de nuevo. Si queremos construir un sistema financiero viable, la moralización del capitalismo financiero es una prioridad.
* * *
No dudo en decir que los modos de remuneración de los dirigentes y de los operadores deben estar
enmarcados. Ha habido demasiados abusos, demasiados escándalos. O los profesionales se ponen de acuerdo sobre las prácticas aceptables o el Gobierno de la República resolverá el problema mediante la ley antes de fin del año. Los dirigentes no deben tener el estatuto de mandatario social y beneficiar a la vez de las garantías de un contrato de trabajo. No deben recibir acciones gratuitas. Su remuneración debe fundarse en los resultados económicos reales de la empresas. No deben poder optar por un paracaídas dorado cuando han cometido faltas o han puesto a su empresa en dificultad. Y si los dirigentes están interesados por el resultado –es algo positivo– los demás asalariados de la empresa, en particular los más modestos, también deben estarlo, puesto que ellos también participan en la riqueza de la empresa. Si los dirigentes tienen stock options, los demás asalariados también deben tenerlas o beneficiar de un sistema de incentivos. He aquí algunos principios sencillos basados en el sentido común y en la moral elemental en los que no cederé.
Los dirigentes perciben remuneraciones elevadas porque tienen grandes responsabilidades. Pero no se puede querer un buen salario y no asumir las responsabilidades. Ambas cosas van unidas. Es aún más cierto en el campo de las finanzas. ¿Cómo admitir que tantos operadores financieros salgan ganado, cuando durante años se han enriquecido conduciendo a todo el sistema financiero a la situación actual?
Se han de buscar responsabilidades y los responsables de este naufragio deben, al menos, ser sancionados financieramente. La impunidad sería inmoral. No podemos conformarnos con hacer pagar a los accionistas, a los clientes, a los asalariados, a los contribuyentes y exonerar a los principales responsables. ¿Quién podría aceptar algo que sería, ni más ni menos, una gran injusticia?
Además, hay que reglamentar los bancos para regular el sistema, ya que los bancos son el núcleo del sistema.
Hay que dejar de imponer a los bancos reglas de prudencia que incitan primero a la creatividad contable y no a gestionar con rigor los riesgos. En el futuro, habrá que controlar mucho mejor la forma en la que desempeñan su oficio, el modo de evaluación y de gestión de los riesgos, la eficacia de los controles internos, etc.
Habrá que imponer a los bancos financiar el desarrollo económico y no la especulación. La crisis que vivimos debe conducirnos a una reestructuración de gran amplitud de todo el sector bancario mundial. Teniendo en cuenta lo que acaba de ocurrir y la importancia de las implicaciones para el futuro de nuestra economía, es evidente que, en Francia, el Estado estará atento y desempeñará un papel activo.
Habrá que enfrentarse al problema de la complejidad de los productos de ahorro y de la opacidad de las transacciones para que cada uno pueda evaluar realmente los riesgos que corre. Pero también habrá que plantearse preguntas polémicas como la de los paraísos fiscales, las condiciones en las que se realizan las ventas al descubierto que permiten especular vendiendo títulos que no se poseen o la cotización continua que permite comprar y vender en todo momento activos y que influye –como sabemos– en las aceleraciones del mercado y en la creación de burbujas especulativas. Habrá que interrogarse sobre la obligación de contabilizar los activos al precio del mercado que tanto desestabilizan en caso de crisis.
Habrá que controlar a las agencias de calificación que –insisto en ello– han presentado fallas. De ahora en adelante, ninguna institución financiera, ningún fondo deben poder escapar al control de una autoridad de regulación.
Pero la reorganización del sistema financiero no sería completa, si a la par no se previera acabar con el desorden monetario. La moneda está en el centro de la crisis financiera y de las distorsiones que afectan a los intercambios mundiales. Si no somos cuidadosos, el dumping monetario acabará por engendrar guerras comerciales extremadamente violentas y dará vía libre al peor proteccionismo. Ya que el productor francés puede obtener todos los beneficios de productividad que quiera o que pueda. Puede incluso competir con los salarios reducidos de los obreros chinos, pero no puede compensar la infravaloración de la moneda china. Nuestra industria aeronáutica puede ser muy eficaz, pero no puede luchar contra la ventaja competitiva que la infravaloración crónica del dólar da a los constructores estadounidenses. Por tanto, reitero hasta qué punto me parece necesario que los Jefes de Estado y de Gobierno de los principales países concernidos se reúnan antes a fin de año para extraer las lecciones de la crisis
financiera y coordinar sus esfuerzos para restablecer la confianza. He realizado esta propuesta de pleno acuerdo con la Canciller alemana, la Sra. Merkel, con quien me he entrevistado y con quien comparto las mismas preocupaciones a propósito de la crisis financiera y sobre las lecciones que vamos a tener que extraer.
Estoy convencido de que el mal es profundo y de que hay que renovar todo el sistema financiero y monetario mundial, como en Bretton Woods después de la II Guerra mundial. Así, podremos crear herramientas para una regulación mundial que la globalización y la mundialización de los intercambios hacen necesarias. No se puede seguir gestionando la economía del siglo XXI con los instrumentos económicos del siglo XX. Tampoco se puede concebir el mundo del mañana con las ideas de ayer. Cuando los bancos centrales hacen todos los días la tesorería de los bancos y cuando el contribuyente estadounidense va a gastar un billón de dólares para evitar una quiebra generalizada, ¡me parece que la cuestión de la legitimidad de los poderes públicos para intervenir en el funcionamiento del sistema financiero ya no se plantea!
A veces, la autorregulación es insuficiente. A veces, el mercado se equivoca. A veces, la competencia es ineficaz o desleal. Entonces, el Estado tiene que intervenir, imponer reglas, invertir, tomar participaciones, a condición de que sepa retirarse cuando su intervención ya no sea necesaria. No habría nada peor que un Estado preso de los dogmas, preso de una doctrina rígida como una religión. Imaginemos cómo estaría el mundo, si el Gobierno estadounidense no hubiese hecho nada frente a la crisis financiera, con el pretexto de respetar una supuesta ortodoxia en materia de competencia, de presupuesto o de moneda. En estas circunstancias excepcionales en las que la necesidad de actuar se impone a todos, llamo a Europa a reflexionar sobre su capacidad para hacer frente a la urgencia, a concebir de nuevo sus reglas, sus principios, extrayendo lecciones de lo que ocurre en el mundo. Europa debe dotarse de los medios necesarios para actuar cuando la situación lo exige y no condenarse a padecer. Si Europa quiere preservar sus intereses, si quiere poder intervenir en la reorganización de la economía mundial, debe iniciar una reflexión colectiva sobre su doctrina de la competencia –a mi juicio, la competencia es sólo un medio y no un fin en sí–, sobre su capacidad para movilizar recursos para preparar el futuro, sobre los instrumentos de su política económica, sobre los objetivos asignados a la política monetaria. Sé que es difícil porque Europa incluye 27 países, pero cuando el mundo cambia, Europa también debe cambiar. Debe ser capaz de transformar sus propios dogmas. No puede estar condenada a la variable de ajuste de las demás políticas, por no disponer de medios para actuar. Y quiero hacer una pregunta seria: si lo ocurrido en Estados unidos, hubiese ocurrido en Europa, ¿con qué rapidez, con qué fuerza, con qué determinación se habría enfrentado Europa, con las instituciones y los principios actuales, a la crisis? Para todos los europeos, es evidente que la mejor respuesta a la crisis debería ser europea. En mi condición de Presidente de la Unión, propondré iniciativas en este sentido en el próximo Consejo europeo del 15 de octubre.

Impacto de la crisis en Argentina

Qué auguran los informes reservados de Wall Street
Las proyecciones de los principales bancos estadounidenses hablan de un futuro poco auspicioso para la Argentina. Cómo protegerse.

Ajustarse: tal parece la consigna en la nueva economía global. Foto: Revista Fortuna
Ampliar Según los informes reservados de la banca estadounidense a los que tuvo acceso la revista Fortuna, el multimillonario paquete de rescate aprobado hoy en el país del norte es apenas el primer paso para la resolución de la crisis económica mundial, que seguirá provocando situaciones cuyos efectos se harán sentir y mucho sobre la economía argentina.
Fuertes restricciones a los créditos, menor inversión por parte del sector privado y caída del precio de las commodities son algunos de esos fenómenos que continuarán produciéndose, y que en varios aspectos podrían retrotraer el escenario internacional hasta antes del comienzo de la "era de la abundancia" iniciada a comienzos del nuevo milenio.
Así lo revelan diagnósticos como el del banco de inversión Barclays, involucrado en la nueva propuesta de canje de deuda argentina. Fortuna accedió a esos documentos de circulación acotada y presenta sus conclusiones, que si bien son desalentadoras podrían terminar jugando en algunos aspectos a favor de mercados emergentes como el argentino.
Concretamente, el enfriamiento obligado de la actividad y la caída del precio de las commodities ayudarían en la batalla contra la inflación, aunque para la Argentina esos beneficios lucen completamente menores respecto de los perjuicios que trae aparejada la nueva pizarra de precios de las materias primas.
Días antes de firmar su compromiso con la administración K para el canje de deuda, por ejemplo, Barclays admitió en su informe reservado que "una desaceleración global y corrección de las commodities más profunda puede comprometer el aterrizaje suave desde el inflacionario 2008 y amenazar con un parate de la actividad".
Sin ningún compromiso con el Gobierno, Morgan Stanley va mucho más lejos y desarrolla un ejercicio sobre qué ocurriría en las economías emergentes si las commodities volvieran al precio promedio de los diez años anteriores a la "era de la abundancia", lo que podría suceder con la fuga de inversores que pusieron fichas a la soja en el mercado especulativo.
De llegarse a ese escenario, en definitiva, la Argentina pasará automáticamente de un superávit del 1,1 % del PBI en 2008 -según los cálculos del analista Daniel Volberg- a un déficit superior al 8,1 %. Con los mercados de crédito completamente cerrados para el país, la capacidad de pago quedaría evidentemente restringida.
Esa falta de capitales y las mayores restricciones fiscales (el Gobierno ya no podrá salir tan fácilmente como hoy a comprar o vender divisas) presionarán a su vez sobre el tipo de cambio, por lo que según algunos informes en la Argentina el dólar podrá subir hasta un 20 % llegando a cotizarse hasta a $ 3,75.
Cómo protegerse. Ante el escenario que describen los bancos norteamericanos, los especialistas recomiendan fundamentalmente cautela y mente fría para protegerse y proteger los ahorros. Por empezar, las inversiones no deberían ser apuestas a un único frente ni a largo plazo, sino más bien estar diversificadas y perseguir resultados nada lejanos.
Otro consejo que dan quienes saben del tema es pensar primero en el resguardo de valor, y recién después en la toma de ganancias. El dólar puede ser una opción para eso. Por otra parte, el sistema financiero local muestra solidez y hay cierta expectativa de suba de tasas de interés. Para plazos fijos, a 30 días.
Si se tiene una posición en acciones o en bonos, en tanto, no es momento de salir, especialmente si hay resto para esperar. En este sentido, la paciencia gana, motivo por el que también debería seguirse de cerca el valor de las propiedades. El corto o mediano plazo puede ser toda una diferencia.

miércoles, 1 de octubre de 2008

La gran crisis de las hipotecas

Mal debut de la economía posmoderna. Por André Glucksmann. Para LA NACIONResulta inútil consultar a los grandes economistas clásicos para entender la crisis actual, pero basta con releer El tulipán negro, de Alejandro Dumas para que el espíritu del capitalismo descienda sobre nosotros.
Su núcleo central es la especulación. Por un lado, la especulación es dinámica, conquistadora y una opción para un futuro próspero, pero, por el otro, es una perversa espiral de esperanza, acumulación de créditos obtenidos a partir de pronósticos ultraoptimistas y desmoronamiento del castillo de cartas en cuanto se produce la primera quiebra.
Primero, una especulación transformada en decisión positiva, veinte años de globalización, un enriquecimiento no sólo de algunos, sino de la mayoría del planeta ?China, por ejemplo?; después, un colapso, la amenaza de un derrumbe proporcional al éxito precedente. En una escala diferente, la lógica de la euforia especulativa sobre los tulipanes que evoca Alejandro Dumas en su libro anuncia esa pirámide de créditos ficticios que son los subprime.
El capitalismo es la mutualización de los peligros y de las esperanzas. Allí se origina el dinamismo y, simultáneamente, las especulaciones sobre los beneficios, la regulación prudente y la transgresión imprudente de las antiguas reglas, los riesgos compartidos y la audacia de arriesgar mejor que los otros. Allí se originan los derrumbes individuales o colectivos, que delimitan un espacio imposible de controlar anticipadamente, pero que desde hace tres siglos es inalterable, a pesar de los sucesivos y gigantescos abusos de poder.
Es inútil contraponer un capitalismo industrial que ha seguido siendo prudente a una esfera financiera imprudente y temeraria. El mismo progreso industrial, que por cierto no se asemeja a un calmo río, alterna continuamente la creación y la destrucción, el abandono de las antiguas fuerzas productivas y la explosión de nuevas fuentes de riqueza.
El sistema financiero estimula estos movimientos de destrucción creativa, que definen siglo tras siglo la occidentalización del mundo.
Nada de original, entonces, en esa burbuja que amenaza con hacer que implosione la economía planetaria, salvo la negligencia que le permitió crecer. Y, sin embargo, no faltaron advertencias.
Tanto en los Estados Unidos (Enron) como en Francia (Crédit Lyonnais, BNP) hubo fenómenos de euforia financiera local, pero ruinosa, que dejaron al descubierto, no importa si en la cumbre de las empresas públicas o las privadas, la existencia de dirigentes napoleónicos que creían que podían permitirse cualquier cosa. Y algunos funcionarios lanzaron sus propias empresas al asalto de Hollywood, sin descuidar, sin embargo, su ventaja personal, y ahora los contribuyentes deben pagar los platos rotos.
El problema no es tanto el tipo de técnica financiera ?que, según se promete ahora, será controlada?, sino el estado de ánimo general que ha consentido ese desenfrenado florecimiento. En los consejos administrativos, nos encontramos con el leitmotiv posmoderno: no hay riesgo, no puede pasar nada malo, como lo demuestran los paracaídas de oro.
Desde el final de la Guerra Fría, la promesa de un mundo pacífico difunde, urbi et orbi, la novedad de una historia sin desafíos, sin conflictos, sin tragedias, que autoriza todo y casi cualquier cosa. Una burbuja especulativa es una apuesta confirmada por sí misma. Es "performativa", según el lingüista Austin. Para el especulador, conceder crédito significa dar existencia. "¡Se abre la sesión!", proclama el presidente de una asamblea ?y es verdad por el sólo hecho de decirlo?: la realidad se regula por la palabra, mientras que, en los casos ordinarios, el hecho de decir, que no es "performativo", sino indicativo, se regula según la realidad.
La burbuja financiera acumula crédito sobre crédito y se enriquece con su propia autoafirmación. Se encierra en una relación autorreferencial, al abolir gradualmente el principio de realidad: soy efectiva mientras invente los productos financieros que constituyen mis inversiones.
Ese fantasma de omnipotencia napoleónica no anima solamente a los empresarios, sino también a todos los que les permiten arriesgarse; no sólo a los titulares de las organizaciones financieras, sino a las autoridades políticas, universitarias y mediáticas, que no se preocupan por nada.
La ideología "performativa" ?una cosa se vuelve verdad por el solo hecho de decirla? gobierna la occidentalización del planeta desde el final de la Guerra Fría. Dado que el bando rival se ha disgregado, el porvenir nos pertenece y los peligros fundamentales ya han desaparecido.
Se puede reconocer en la negación "performativa" de cualquier referencia real una suerte de locura de encierro en la "imaginación". El posmoderno, que se cree "más allá del bien y del mal" y a quien no le importa la distinción entre lo verdadero y lo falso, un presunto ídolo del pasado, da rienda suelta a su propia imaginación y vive en una burbuja cósmica.
La euforia no es menor en materia política que en la manipulación de la Bolsa de valores. Han hecho falta casi diez años para que George W. Bush, Condoleezza Rice, Tony Blair y el Quai d?Orsay descubrieran que Putin no era el buen tipo ni el democrático en ciernes del que se jactaban. Probablemente, hagan falta otros diez años para que se haga una fría evaluación de los dos acontecimientos decisivos que signaron el final del siglo XX: la reunificación de una gran parte de Europa, que, a partir de las revoluciones democráticas de Georgia y Ucrania, inquieta sobremanera al Kremlin. Y la emergencia de China, que modifica profundamente el equilibrio mundial.
Por un lado, el "milagro económico" provocado por las reformas de Deng Xiao Ping relega definitivamente la economía colectivista marxista al museo de cera: las ventajas de la economía de mercado saltan a la vista.
Por otro lado, un milagro económico tan enorme no garantiza de hecho democracia ni coexistencia política. No olvidemos que los dos milagros económicos más importantes del siglo XX, el de Alemania y el de Japón, se originaron en los 50 millones de muertes de la Segunda Guerra Mundial.
Roguemos que el temblor que anticipa una crisis universal nos ofrezca la ocasión de salir de la burbuja mental posmoderna, de enfriar la euforia de nuestros deseos ilusorios y de atrevernos finalmente a enfrentarnos con la verdad. Pero tengo miedo de enunciar con esto tan sólo otro deseo ilusorio.
(Traducción: Mirta Rosenberg). El autor es filósofo y ensayista.