Por Jorge Castro
No son los
pobres de Brasil los que se han movilizado en las ciudades de todo el país en
las últimas tres semanas, sino el nuevo protagonista de la política mundial
en la segunda década del siglo XXI, que es la clase media, guiada por sus
sectores más jóvenes, hondamente conectados entre sí y con el sistema global a
través del cruce de Internet y telefonía móvil (redes sociales).
El ingreso real
per cápita de Brasil es U$S 12.000 anuales; hay pleno empleo (5,6% de
desocupación); y el consumo individual crece 8% por año, en tanto el PBI es
el 6° del mundo (U$S 2,2 billones), mayor que el de Gran Bretaña, superior al
de India. También, y en los últimos 10 años, por primera vez en la historia
brasileña, un período de alto crecimiento económico ha coincidido con una
disminución de la desigualdad social, no con su exacerbación, como había
ocurrido indefectiblemente en los 60 años previos, a partir del gobierno de
Juscelino Kubitschek (1956-1961).
La brecha social
en Brasil tiende a reducirse, no a incrementarse.
La crisis
orgánica (económica y política) desatada a partir del 19 de junio tiende a
transformarse en crisis de régimen en los últimos 10 días, debido al
desconcierto generalizado y notorio de los órganos del Estado, que se traduce
en una parálisis creciente de las decisiones políticas. El resultado de esta
profundización de la crisis es que comienzan a sumarse a las movilizaciones de
la clase media actores sociales ajenos al tronco central del nuevo proceso
histórico: todas las centrales sindicales, incluyendo la del PT, han
convocado para el 11 de julio a paros y movilizaciones de alcance nacional; y
los propietarios de camiones — gremio extremadamente poderoso en Brasil — han
cortado las rutas y los caminos de acceso a las capitales en seis de los
principales estados, incluyendo San Pablo y su puerto Santos.
Los
acontecimientos de Brasil, convertido en uno de los países más relevantes
del nuevo mapa geopolítico mundial, tienen un significado
extraordinariamente positivo. Lo que sucede allí es un punto de inflexión
de su historia, de alcance global. El contexto estructural es el de la
aparición y despliegue de un nuevo mecanismo global de acumulación, surgido
tras culminar la globalización, debido a la integración y alianza estratégica
entre China y EE.UU.
Lo decisivo en
él no es ni el capital ni el trabajo, sino el conocimiento, transformado en
“inteligencia colectiva”, producto de la fusión entre cultura y razón
técnica. El sistema que emerge es superintensivo (boom de productividad) e
hiperconectado (80% de la población mundial integra la infraestructura creada
por el cruce de telecomunicaciones e Internet); y los acontecimientos se
aceleran, a punto de que la utopía desaparece, fundamentalmente porque se
realiza.
La clase media
global encarna la “inteligencia colectiva” del nuevo mecanismo de acumulación.
El sistema se
transforma en un dínamo exponencialmente cargado de energía, donde lo potencial
se funde con lo actual; y que encuentra en la Tierra -unidad espacial y de sentido-
finalmente su hogar. Los miles de millones de personas que se incorporan a la
clase media en los próximos 20 años (serían 4.900 millones en 2030 sobre una
población mundial de 8.100 millones entonces) adquieren poderes individuales
notablemente vigorosos, capaces de desatar y llevar al triunfo procesos
insurreccionales frente a todas las expresiones del statu-quo.
Esta clase
media, sobre todo en sus sectores más jóvenes, tiene una identidad
inmediatamente global. Emerge una
ciudadanía planetaria, cuyo protagonismo se basa en una redistribución sin
precedentes de las decisiones de arriba hacia abajo,
de los gobernantes a los gobernados. Se cumple la
premisa de Tocqueville sobre el carácter incontenible de la democratización en
el mundo. Las calles de Brasil se han convertido en las últimas tres semanas en
un laboratorio que adelanta la hora mundial.