La República Popular, su expansión económica y creciente influencia política, es el mayor desafío para el nuevo gobierno de un EE.UU. debilitado y ausente tras cuatro años de trumpismo. 01/01/2021. Clarín.comMundo
Martin Wolf, el gran analista del Financial Times, hace unos años definió a China como una “superpotencia prematura”. Una serie de circunstancias habrían adelantando el lugar de prevalencia de la República Popular pero sin consolidar o madurar los cimientos necesarios para estar en ese sitio. Atento a los impactos geopolíticos de la actual pandemia y los resultados magros de la guerra comercial con EE.UU., ese concepto posiblemente haya ya perdido rigor.
China ha sido omnipresente en
este 2020 aunque no solo debido a la peste del coronavirus cuyo origen se
atribuye en Wuhan de donde se habría transmitido al mundo. El final del año
indica que esos dos protagonistas, la enfermedad y la potencia asiática, seguirán
centralizando el escenario hacia adelante, aunque por razones muy diferentes.
Al revés de lo que hubiera podido suponerse apenas meses atrás, la República
Popular llega a este enero de 2021 como uno de los pocos ganadores del drama
que ha estremecido al mundo. Esa condición determina el lugar que pretende o
que definitivamente ocupará en el escenario mundial tras el cambio de poder en
EE.UU., el otro polo de la transformación geopolítica que sobrevendrá en los
próximos meses.
Hay tres episodios en estas
horas, encadenados también por la pandemia, que conviene observar. Uno refiere
al adelanto de los tiempos de desarrollo y hegemonía de la potencia asiática a
caballo de las asimetrías que trajo la enfermedad. Otro, el escalamiento de la
represión del régimen de Xi Jinping, ignorando premeditadamente la protesta
mundial, con el caso significativo del arresto de la periodista Zhang Zhan. Por
último, el histórico abrazo que la Europa alemanizada acaba de coronar con un
acuerdo de inversiones sin precedentes con la potencia asiática.
El primero asunto de esa lista
lo detectó, entre otros, el Centro de Investigación Económica y Empresarial, un
potente instituto con sede en Londres, que determinó que China superará a
EE.UU. como la principal economía global en apenas siete años, mucho antes de
lo previsto. Lo atribuyen a que el Imperio del Centro concluye el 2020 con un
crecimiento estimado de 2%, la única economía importante con avances en su PIB.
Al revés, EE.UU. se contraerá alrededor de 5% lo que permitirá a Beijing
acortar la brecha. Un dato significativo de esa evaluación lo brinda el hecho
de que la República Popular ya superó a Norteamérica en el tercer trimestre del
año que finalizó como el mayor socio comercial de la Unión Europea.
Esa condición es la que le da
sentido al pacto anunciado este último miércoles entre el bloque europeo y la
República Popular impulsado firmemente por la alemana Ángela Merkel para
dejarlo atado antes de que finalizará, este 31 de diciembre, su presidencia
rotativa de la UE. Una cuestión temporal que podría indicar que no se pretendió
ignorar tajantemente a EE.UU. y sobre todo a su inminente presidente Joe Biden
como todo indica que ha sucedido. El episodio confirma, en realidad, que la
relación atlántica está dañada y requerirá tiempo para suturala aunque
difícilmente vuelva a los niveles previos a la campaña anti europea de Donald
Trump. Pero, además, constata que EE.UU. no es hoy lo que era, aunque la UE diste
mucho de constituir lo que algunos de sus dirigentes suponen o sueñan, una
superpotencia autónoma entre los dos gigantes.
El convenio sino-europeo tiene
ventajas únicas para las dos partes. Le brinda a Beijing un aliado
significativo y pragmático en el puro norte mundial para sus desarrollos
tecnológicos y estratégicos como la Ruta de la Seda. A cambio, anula la
obligación de asociaciones mixtas con firmas chinas para las empresas europeas
que inviertan en la República Popular; se amplía el criterio de propiedad
intelectual y aumenta en la agenda la importancia de la cuestión de los
subsidios estatales que facilitan la competencia de las empresas chinas. Pero,
esencialmente, le abre a los europeos el inmenso mercado chino donde el
consumo, según cálculos de Goldman Sachs, explicará este año que comienza más
de la mitad del pbi nacional: unos 8,4 billones de dólares respecto a un
producto de 15,6 billones.
Este acuerdo es el segundo de
gran envergadura que ha coronado el imperio chino en las últimas semanas de
este dramático 2020, aparte, por cierto, de la renovación del polémico pacto
secreto con El Vaticano. En noviembre Beijing puso en marcha la Asociación
Económica Integral Regional (RCEP), el convenio de libre comercio más
importante del mundo, que une a 15 naciones del Asia Pacífico que explican 30%
de la economía global. Constituyó la síntesis más acabada del rediseño del mapa
geopolítico. Ese espacio lo lideraba EE.UU. con el llamado Acuerdo
Transpacífico que construyó Barack Obama y del cual se alejó Trump en 2017.
Beijing, que no estaba en aquel pacto, dejó ahora a EE.UU. fuera de esta enorme
máquina de generar riqueza.
Biden descarta recuperar esa
iniciativa. Sabe que lograr apoyo de un Senado posiblemente con dominio
republicano para un acuerdo multilateral sería una misión imposible. China
tiene aliados inverosímiles en el Capitolio. Pero Biden sí está dispuesto a
reconstruir los puentes con Europa y buscar hablar con una única voz para
reconfigurar el vínculo con China. Tiene una urgencia comprensible. Los últimos
años de insularidad y abdicación geopolítica de EE.UU., junto al culebrón de
Trump negando haber perdido las elecciones y petardeando la democracia
norteamericana, han envalentonado al comunismo chino que se considera
impermeable a las presiones internacionales.
El caso de Zhang, condenada a
cuatro años con cargos absurdos por informar lo que realmente sucedía en Wuhan
al inicio de la pandemia es un ejemplo de ese comportamiento que se suma a la
presión sobre Hong Kong o la represión de la minoría uigur en la provincia de
Xinjiang. Como señala en Foreign Affairs, Michéle Flournoy, viceministra de
Defensa en la gestión de Obama, “cuanto mayor es la confianza del liderazgo
chino en sus propias capacidades, mayores son las dudas que abriga sobre la
capacidad y resolución de EE.UU.”.
Esa dinámica, donde la
potencia emergente ve como decadente a la que todavía rige, merodea una zona de
riesgo muy peligrosa. “Un error de cálculo estratégico podría llevar a los
líderes chinos a concluir que deberían –por ejemplo- avanzar sobre Taiwan, y
constituir un hecho consumado que un EE.UU. debilitado y distraído tendría que
aceptar“, advierte la ex funcionaria.
Estos factores, junto con el
crecimiento económico y por lo tanto político de la potencia, es lo que
convierte a China en el principal rompecabezas con el que deberá lidiar Biden.
Flournoy, plantea la necesidad de edificar una disuasión que convenza al
liderazgo chino de que EE.UU. no solo cuenta con “la capacidad de aplastar
cualquier agresión sino, además, que existe la voluntad para hacerlo, Hoy
Beijing duda de ambos aspectos”.
La guerra entre China y
Estados Unidos no es comercial aunque se la estableció en esos términos con el
saldo de un extraordinario sobrecosto en los bolsillos de los norteamericanos.
Según un informe de Fortune, las empresas estadounidenses desembolsaron hasta
46 mil millones de dólares para fines de 2019 por los gastos generados por los
aranceles. Pero hay datos peores. Bloomberg Economics estimaba recientemente
que la guerra comercial, aparte de la pandemia, recortó este 2020 unos 316 mil
millones de dólares a la economía norteamericana.
La guerra, que tenido esos
costos y escasas ganancias, ha sido en realidad por la supremacía tecnológica.
“El partido comunista chino comprendió que la tecnología es el camino del
poder”, advertía hace un par de meses The Economist. Occidente reniega sobre
todo de la iniciativa “Made in China 2025”, una gigantesca estructura de apoyo
estatal para el desarrollo de semiconductores, robótica, super computadoras,
inteligencia artificial y telecomunicaciones.
Lorand Laskai, investigador
del Council on Foreign Relations, sostiene que el objetivo del programa “no es
tanto unirse a las filas de economías de alta tecnología como Alemania, EE.UU.
Corea el Sur y Japón, sino reemplazarlas por completo”. Made in China 2025
existe para lograr la autosuficiencia mediante la sustitución de tecnologías y
ser la superpotencia que domine el mercado global en industrias críticas. Una
pesadilla para EE.UU.
Biden apuesta al poder
económico de su país junto a sus aliados para limitar las pretensiones chinas,
como propone en su célebre articulo Why America Must Lead Again. El demócrata,
aunque mantendrá por ahora los aranceles contra China, afirma que a diferencia
de Trump tiene una estrategia para no solo fingir dureza. En parte se trata de
un fondo de 300 mil millones de dólares para la investigación y el desarrollo
junto a otro paquete de 400 mil millones para estimular la producción local de
suministros críticos y de alto valor, como equipos médicos, hardware de
telecomunicaciones 5G y vehículos eléctricos.
El propósito es que EE.UU. no
sea dependiente de China, un desacoplamiento que modere la formidable
interacción de su país con la economía asiática. Pero eso significará aumento
de impuestos para la inversión en esos rubros, y por supuesto el alza del costo
de los productos que reemplazarían a los que le provee a precio de ganga el
gigante asiático. Una política difícil y sin claridad de resultados que
dependerá de la calidad de las alianzas, sobre todo económicas, que pueda reconstruir
EE.UU. China, entre tanto, parece ya estar probándose las ropas para volver a
ser lo que fue durante siglos.
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