sábado, 13 de junio de 2009

En plena recesión, Europa gira a la derecha

Europa gira a la derecha. Por James Neilson
Berlusconi, símbolo de la derecha europea, sigue ganando pese a los escándalos.
Cuando para desconcierto de casi todos el sistema financiero internacional pareció estar por suicidarse y llevar consigo al más allá grandes trozos de la “economía real”, en el mundo entero pensadores progresistas se pusieron a festejar la muerte del capitalismo salvaje y su pronto reemplazo por un esquema que a su entender sería mucho más humano. Dieron por descontado que la gente se alzaría en rebelión contra un orden a su juicio irremediablemente podrido, encolumnándose detrás de aquellos políticos que le había advertido sobre el destino atroz que le esperaría si confiaba demasiado en las promesas engañosas de los comprometidos con la quimera “neoliberal”.
Pareció darles la razón el desenlace de las elecciones presidenciales norteamericanas del año pasado: Barack Obama debió su triunfo en buena medida al cataclismo financiero que tanto contribuyó a desprestigiar a republicanos como su rival John McCain. Puede entenderse, pues, el asombro que sienten los izquierdistas ante los resultados de los comicios europeos. En todos los países grandes, y en la mayoría de los chicos, se impusieron los conservadores, mientras que algunas agrupaciones sindicadas como ultraderechistas consiguieron abrirse lugar. También pudieron felicitarse por su éxito los verdes que, pensándolo bien, son a su modo particular los más conservadores de todos.
Para los izquierdistas ortodoxos que se enorgullecen de sus certidumbres contundentes y que, como es lógico, creyeron tener buenos motivos para suponer que les beneficiaría la crisis penosa del capitalismo, los resultados fueron un balde de agua fría. Si bien lograron asustar a muchos hablando del “fin del capitalismo” o, por lo menos, de su avatar más reciente, al sembrar la idea de que en adelante todo sería distinto ayudaron a crear un clima que no les favorecería en absoluto. Lejos de sentir entusiasmo por las “soluciones” propuestas por los socialdemócratas o los neocomunistas, la mayoría las han tomado por una amenaza.
A qué se debió el triunfo de los conservadores? En parte a que en tiempos de zozobra económica escasean los dispuestos a arriesgarse optando por partidos que quisieran emprender reformas drásticas de eficacia dudosa que, para más señas, ya se habían ensayado con resultados decepcionantes. Con razón o sin ella, cuando del manejo de la economía se trata, hoy en día la mayoría propende a confiar más en los conservadores que le parecen más serios, menos propensos a dejarse seducir por fantasías voluntaristas anticuadas. Fue a buen seguro por esta razón que tantos italianos eligieron pasar por alto la conducta de su primer ministro Silvio Berlusconi –que en vísperas de las elecciones se las arregló para protagonizar un escándalo mucho más llamativo que el de Perón con las chicas de la UES al rodearse de jóvenes desvestidas–, lo que permitió a su partido y a sus aliados de la Liga Norte aventajar por un margen cómodo a la alicaída izquierda peninsular.
Otro factor, acaso el más importante, tiene que ver con la brecha que en la mayor parte de Europa se ha abierto entre las elites políticas, económicas y, sobre todo, culturales, por un lado y, por el otro, los demás habitantes del bien llamado Viejo Continente. Desde hace varias décadas, las universidades y medios de difusión europeos están dominados por progresistas que, con la ayuda entusiasta de una generación de políticos, han procurado extirpar las tradiciones nacionales de sus países respectivos por creerlas responsables de una serie de catástrofes históricas, entre ellas el surgimiento del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, sin preocuparse en absoluto por los sentimientos mayoritarios. La consecuencia más notable de los esfuerzos por purgar Europa de sus males ancestrales ha sido la llegada de decenas de millones de inmigrantes procedentes del Tercer Mundo, en especial de los países musulmanes, que, lejos de querer asimilarse, parecen resueltos a obligar, por las buenas o por las malas, a sus anfitriones a modificar radicalmente su propio estilo de vida.
Para las elites, el “multiculturalismo” y la “diversidad” resultante han servido para enriquecer a Europa, para hacerla más vibrante, menos gris. Asimismo, sus voceros han señalado una y otra vez que si los europeos se resisten a producir hijos en cantidades adecuadas, hay que llenar el vacío importando jóvenes de otra latitudes. Pero para muchos nativos, la decisión de estimular la inmigración masiva sin consultarlos antes está detrás de una invasión ajena nada agradable que los ha hecho sentir como extranjeros indeseados en sus propios barrios. Se creen víctimas de un experimento maligno emprendido por intelectuales cosmopolitas altaneros que, haciendo gala del desprecio que sienten por sus compatriotas menos esclarecidos, los han echado en una mezcladora multicultural.
Puede que sean lamentables las manifestaciones de xenofobia de quienes añoran el estilo de vida monocromático de otros tiempos, pero son innegablemente naturales. ¿Cómo reaccionarían los habitantes de La Matanza, digamos, si, sin que nadie les pidiera permiso, se vieran forzados a convivir con medio millón de somalíes que no ocultaran su odio por las costumbres argentinas? En todos los países de Europa, han proliferado últimamente las protestas contra el intento de atenuar los problemas ocasionados por el envejecimiento de poblaciones que son reacias a reproducirse abriendo las puertas a inmigrantes cuyas formas de pensar son, en opinión de muchos, incompatibles con las tradiciones locales. Como no pudo ser de otra manera, la crisis económica, y la sensación difundida de que será imposible recuperar la prosperidad de apenas medio año atrás, ha ampliado las grietas que separan a los distintos grupos étnicos y religiosos.
En Holanda, el partido de Geert Wilders que en nombre de los principios básicos de la Ilustración se opone con virulencia a la presencia creciente del Islam en su país, logró el 17 por ciento de los votos y sobre la base de ellos, cuatro de los 25 escaños de su país. Si es “ultraderechista” sentirse amenazado por el conservadurismo extremo de los islamistas, Wilders se ubica bien a la derecha del mapa político, pero conforme a las pautas que regían antes de iniciarse la era de “la corrección política” al uso europeo, su postura es bastante moderada. No puede decirse lo mismo del Partido Nacional Británico, un grupo de matones racistas de simpatías hitlerianas, que para horror del grueso de sus compatriotas consiguió un par de escaños en el parlamento europeo, lo que les supondrá una inyección muy útil de dinero.
Aunque sigue siendo una agrupación muy minoritaria que debió su éxito al uso del sistema electoral poco británico de la representación proporcional, el PNB supo aprovechar el malestar que sienten los blancos pobres, casi todos ex laboristas, y algunos de la clase media acomodada, por la transformación de partes de sus ciudades en copias fieles de aldeas paquistaníes. Les molesta mucho que, por su propia seguridad, hasta mujeres inglesas tengan que cubrir la cara cuando salen de compras y que en las calles abunden fanáticos exóticamente ataviados que predican la guerra santa contra quienes en teoría son sus compatriotas británicos. También benefició al PNB el desprestigio del establishment político, sobre todo la vertiente laborista, debido a la revelación poco antes de las elecciones de que casi todos los parlamentarios habían engordado sus ingresos embolsando cantidades jugosas de dinero supuestamente para viáticos y otros gastos.
La combinación de inseguridad económica y el temor producido por la irrupción de millones de musulmanes, incluyendo a algunos que son muy pero muy combativos, está detrás del “giro hacia la derecha” que han dado últimamente los británicos, alemanes, franceses, italianos, españoles, polacos y otros. Se trata de su forma de atrincherarse para enfrentar mejor un futuro que les parece ominoso. Dadas las circunstancias, el malestar que se ha propagado por Europa puede entenderse. Merced a la negativa a procrearse de tantos alemanes, italianos, españoles, griegos, letones, etcétera, los sistemas provisionales relativamente generosos de la UE no tardarán en compartir la suerte de los argentinos.
Por lo demás, la mayoría presiente que la reconfortante noción progre de que las convulsiones económicas actuales servirán para que el “capitalismo salvaje” denunciado por los socialdemócratas y quienes están a su izquierda se vea sucedido por algo muchísimo más benigno es sólo una ilusión, ya que países como Alemania que apostaron todo a la industria manufacturera tendrán que enfrentar la competencia cada vez más brutal de China y la India. Otro motivo de malestar es que nadie parece entender muy bien cómo funcionan las economías modernas en que actividades misteriosas y al parecer grotescamente improductivas, como las vinculadas con las finanzas y los servicios, constituyen el motor principal del crecimiento: a muchos les parece sólo un truco, un castillo de naipes que un día se desplomará depositando a millones en la miseria. Como tantos otros, los europeos del montón sienten vértigo en un mundo que a su juicio se ha hecho insoportablemente complicado y peligroso: puede que en los años próximos nos deparen sorpresas que sean decididamente mayores, y más alarmantes, que las supuestas por los resultados electorales más recientes.

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