Y finalmente, contra la mayoría de los pronósticos,
la "política de la ira", de la que se habló la semana pasada en esta
columna, se impuso en las elecciones norteamericanas. Como lo interpretó el
periodismo, fue la rebelión de las clases media y trabajadora disgustadas con
el establishment, que las marginó del bienestar y la esperanza en el futuro.
Avala esta descripción un dato clave: a pesar de los millones de puestos de
trabajo creados durante la administración Obama, el ingreso medio de las
familias americanas permanece estancado desde principios de siglo. Creció el
PBI, pero ese incremento no se derramó sobre la mayoría. La incertidumbre
material y el miedo a empeorar la inclinaron por un outsider,
desechando su falta de antecedentes y las reservas sobre su moralidad. Pero más
allá de la angustia económica de los norteamericanos y de las alternativas de
la campaña -Clinton no fue una buena candidata-, el triunfo de Trump es el
síntoma de una mutación más profunda, que anuncia una nueva época de la
historia mundial.
Sin agotar el tema, podría argumentarse que al
menos tres factores convergen en este cambio, cuya rostro trágico es la
desigualdad. Ellos son: la desnaturalización del sistema democrático, la
globalización económica y el efecto de la revolución tecnológica sobre el
empleo. La pérdida de sustancia democrática no es un fenómeno nuevo. Consiste
en la transformación de las democracias en plutocracias, es decir, en gobiernos
conformados por élites que concentran el poder y deciden sobre el destino de
los ciudadanos, devenidos súbditos de una dominación invisible.
Las transacciones entre las aristocracias definen
las políticas públicas, debilitan los controles republicanos, reparten las
oportunidades entre pocos, facilitan la corrupción. El retrato de las élites norteamericanas
trazado por Wright Mills a mediados del siglo pasado resulta ejemplar de estos
fenómenos. Y más cerca, Democracia S.A., de Sheldon Wolin, los
muestra en toda su crudeza contemporánea. Hillary Clinton, tal vez a su pesar,
terminó representando a esa democracia desencantada, que tampoco pudo
transformar Obama.
El balance de la globalización arroja más pérdidas
que ganancias, considerando los ingresos de las familias, que en buena medida
explican las razones del voto. La globalización está impulsando la inequidad no
tanto entre las naciones, sino entre los trabajadores al interior de ellas, con
incidencia particular en los países ricos como Estados Unidos y Gran Bretaña.
El economista Branko Milanovic explica que la especialización en exportaciones
sofisticadas aumenta la brecha entre los salarios de los trabajadores
calificados y los no calificados. Y las importaciones con poco valor agregado,
junto a la tercerización, también reducen los sueldos o aumentan el desempleo
de los asalariados con menos preparación. En procesos como éstos deben
encontrarse parte de las razones de Trump y sus votantes. Para esta gente,
abrirse al mundo significa perder, no ganar e integrarse.
La revolución tecnológica es la frutilla del
postre. A principios de este año, un informe del World Economic Forum (WEF)
estimó que debido a los avances en la genética, la digitalización, la
inteligencia artificial y la impresión en 3D, se perderán a corto plazo 5
millones de puestos de trabajo. Este proceso, al que el WEF llama "cuarta
revolución industrial", llevó al economista principal del Banco de
Inglaterra, Andy Haldane, a advertir que habrá "grandes perturbaciones no
solamente en los modelos empresariales, sino también en el mercado laboral
durante los próximos cinco años". La cuestión es alarmante porque según
Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, la evolución tecnológica ha tomado velocidad
exponencial en la etapa actual, que ellos bautizaron, con gran suceso, como
"La segunda era de las máquinas". Las capas medias y bajas de la
población, con educación insuficiente para adaptarse a la transformación, temen
ser reemplazadas por robots. En el imaginario popular, Trump las defenderá de
ellos.
Hasta aquí las razones que podrían explicar el
ascenso del magnate neoyorquino. Pero él también significa otra cosa: la
pérdida de estilo, el abandono de una ética y una estética asociada -acaso
idealmente- a la democracia liberal y al capitalismo productivo. Para los
intelectuales tributarios de esa tradición, los liberals, Trump implica una tragedia,
como lo expresó con frustración un editorial de The New Yorker esta semana. El
editor, sin piedad, llama al presidente electo "un hombre hueco" (a
hollow man), codicioso, mendaz y fanático. Es paradójico: recurre a la misma
expresión usada por T. S. Eliot para titular su célebre poema, que es una
metáfora del hombre contemporáneo: "Somos los hombres huecos/ Los hombres
rellenos de aserrín/ Que se apoyan unos contra otros/ Con las cabezas llenas de
paja".
Tal vez no haya que dramatizar. La burocracia
norteamericana racionalizará los excesos de Trump, sin reparar en si se expresa
a sí mismo o representa al hombre actual. Mientras tanto, los progresistas, en
lugar de gemir, podrían preguntarse qué hicieron para evitar que llegara a la
cima. Las principales razones de su éxito tienen que ver con la injusticia.
Walter Fidanza