viernes, 27 de enero de 2017

Trump desafía la legitimidad histórica de Occidente

El programa expuesto por Trump en su discurso inaugural y ratificado en parte con la firma de sus primeros decretos discute la legitimidad que, a partir de 1945, se fue estableciendo en Occidente. La praxis de estos principios brotó de una realidad en ruinas y atravesó la prueba de la Guerra Fría y de una antagónica división del mundo.

Sobre dos pilares se asentó esta legitimidad: hacia adentro de las naciones, la democracia con un repertorio de derechos civiles, políticos y sociales cada vez más amplio; hacia afuera, esta legitimidad interna se expandía bajo supremacía estadounidense hacia una alianza defensiva -la Organización del Tratado del Atlántico Norte- que incluía el proyecto de la integración europea, inspirado en el ideal kantiano de la paz perpetua entre las naciones. Nunca más la guerra, proclamó Europa: en términos generales, esta consigna se cumplió durante más de medio siglo.

Tras este propósito hubo países ajenos (América latina, en particular Argentina, fue testigo interesado y sufrió el proteccionismo europeo), potencias derrotadas -la Unión Soviética después de la caída del Muro de Berlín- y nuevos actores que muy pronto fueron protagonistas del sistema internacional (el caso más obvio es el de China). Ante el vertiginoso desarrollo de acontecimientos recientes, este cuadro parece cosa del pasado.

Estos impactos conmueven a muchos espectadores de la actualidad, sobre todo a los pertenecientes a la vertiente liberal, progresista o conservadora. El Financial Times habla del "inicio de una nueva era para Occidente"; Timothy Garton Ash, de los "años peligrosos y turbulentos" que nos esperan; J. I. Torreblanca del "suicidio anglosajón" al conjuro del Brexit y de Trump; Robert Paxton del ascenso de un "protofascismo", mientras Paul Krugman reclama "cuestionar la legitimidad" del nuevo presidente.

De estos juicios pesimistas se deriva una lección: poner en pie una legitimidad histórica, con vocación de durar, requiere tiempo, paciencia y el ejercicio de una moral cívica comprometida con esos valores y atenta a las consecuencias de las decisiones; demoler dicho empeño mediante actos súbitos e inesperados demanda, en cambio, mucho menos tiempo. Es el contraste entre el espíritu constructivo guiado por la responsabilidad y el espíritu de aventura guiado por la audacia.

No quedan dudas de que, en estos días, estamos invadidos por la audacia y tampoco caben mayores vacilaciones acerca de la vertiginosa transformación que impulsa una revolución global y tecnológica. Esta última -como ocurrió muchas veces en la historia- tiene ganadores y perdedores que arrojan al debate público el sentimiento de padecer una economía partera de más desigualdad.

Aunque dicho sentimiento no se ajuste a un enfoque equilibrado del acontecer mundial, lo cierto es que en Asia la globalización es vista como progreso, y en Occidente, para no pocos sectores, como declinación. Según esta perspectiva y en línea con las crisis de los años 30 del último siglo, las dudas sobre la legitimidad son ante todo tributarias de una perturbación de carácter económico y social.

Este telón de fondo está pues a la vista. No es, sin embargo, el único componente a tomar en cuenta. Los cuestionamientos sobre la legitimidad de las instituciones y del orden político tienen también como referentes los métodos electorales que se adoptan y las reglas de sucesión para elegir a los gobernantes.

¿Habría hoy una menor percepción de la crisis europea si David Cameron no hubiese convocado a un referéndum que partió en dos la opinión del Reino Unido e hizo temblar a Europa? ¿Hubiese podido Donald Trump alzarse con la presidencia de no mediar en los Estados Unidos un sistema electoral contramayoritario, de voto indirecto, que penalizó a Hillary Clinton, ganadora indiscutible en las urnas con una diferencia de casi tres millones de votos?

Dirán algunos que se trata de un sistema que goza de la presunción de una legitimidad tradicional, única tal vez en el universo republicano (lo crearon los padres fundadores de la Constitución de los Estados Unidos en 1787); pero cuando sobre ese sistema se yergue la ambición de un líder que dice obrar en nombre del pueblo, en contra de lo que él denomina "el poder de Washington", lo menos que nos viene en mente, recordando el llamado a Houston de un astronauta norteamericano en momentos de extrema tensión, es que "tenemos un problema".

El problema no proviene tanto de la situación en que se encuentra Trump (al fin de cuentas, de acuerdo con las reglas vigentes, ganó), sino de la interpretación desmesurada de la palabra pueblo. Objetivamente Trump es un presidente minoritario; subjetivamente, en cambio, Trump hace caso omiso de este hecho y genera, según expresión de su vocero, el "hecho alternativo" que lo lleva a encarnar a "todo" el pueblo norteamericano.

Error garrafal -harto conocido entre nosotros- al cual se suma la intención de comunicarse con esa entidad figurada del pueblo sin ninguna clase de intermediarios, valiéndose del mensaje directo emanado de la inédita adquisición del Twitter que, de paso, condena a los "deshonestos" medios de comunicación. Esta mezcla entre los novedosos instrumentos de la revolución tecnológica con la antigua pasión de forjar un "príncipe nuevo" sobre presuntos privilegios es el cimiento de un régimen de democracia hegemónica, según un concepto que venimos exponiendo desde hace diez años.

A este fenómeno, típico de las democracias latinoamericanas, se le opone el concepto de democracia republicana. En nuestro país esta oposición aún no está resuelta. Por su parte, luego de la larga formación de la legitimidad republicana en los Estados Unidos, asombra que este contrapunto aflore y se irradie por el planeta, para satisfacción de otras democracias hegemónicas como la de Vladimir Putin en Rusia.

Cabría inquirir no obstante si este dilema no resuelto podrá prosperar en la nación que, hace más de doscientos años, dio a luz a la teoría política de El Federalista: una teoría atenta a la fragilidad de la naturaleza humana que, más que pensada para promover el bien, se la tradujo constitucionalmente para prevenir el mal; para impedir, al cabo, que el poder se extralimite y conculque los derechos y libertades de la ciudadanía y del pueblo entero. Lo que entrevió Mariano Moreno en 1810: "...el pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien; él debe aspirar a que nunca puedan obrar mal; que sus pasiones tengan un dique más firme que el de su propia virtud".

Se verá entonces qué pasará en los Estados Unidos en este inédito escenario en que chocan república y hegemonía. ¿Tendrá el orden político norteamericano, con su complejo régimen de pesos y contrapesos, la energía para impedir esta descontrolada arremetida de la ambición? ¿Tendrá la ciudadanía norteamericana la capacidad para vigilar y contrarrestar la arbitrariedad del Ejecutivo? ¿Tendrá el Partido Republicano, mayoritario en ambas cámaras, la inteligencia para no sacrificar su visión de una economía abierta y desechar los cantos de sirena del proteccionismo?

Interrogantes abiertos que se complican ante otra evidencia histórica: cuando mira hacia dentro de sus fronteras, la democracia norteamericana es republicana; cuando, al contrario, mira hacia fuera puede ser guerrera e imperial. Veremos entonces cuál de estos criterios habrá de prevalecer en este mundo de legitimidades en disputa.
Natalio Botana

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