MARCELO CANTELMI.
27/09/2019
En China crece la
noción de que el mundo asiste a una nueva geopolítica y que no habrá un
retroceso en el litigio con EE.UU. Esa visión no le retacea importancia a las
negociaciones binacionales en curso (ya hubo una este mes y la siguiente en
octubre, ambas en Washington) que seguramente recortarán el impacto del
conflicto, atento a las urgencias de la coyuntura para las dos mayores
economías planetarias. Pero cualquier cosa que se haga ya no reconstruirá la relación
de mutuo aprovechamiento que ha regido el vínculo binacional las últimas cuatro
décadas.
La implicancia de
esa observación es enorme. Sugiere una carrera y una rivalidad por la hegemonía
comercial, económica y científica. Otro eje este-oeste aunque sin la tensión,
posiblemente, del anterior. En esta nueva construcción pesará la habilidad del
liderazgo del norte mundial para gestionarla, hoy muy debilitado con figuras
decadentes como Boris Johnson o confusas e imprevisibles como Donald Trump, y
sin la mística de su destino imperial que en la República Popular, a horas de
cumplir su 70 aniversario el 1°de octubre, parece cubrirlo todo.
Esta evolución
tuvo sus profetas de este lado del mundo. Hace unos pocos años el influyente
politólogo polaco norteamericano, Zbigniew Brzezinski, moderó su entusiasmo
sobre la hegemonía norteamericana que garantizaría el final de la era
soviética. Replanteó, en cambio, que “los EE.UU son aún la más poderosa entidad
pero dados los complejos cambios geopolíticos en los balances regionales, no es
ya el poder imperial global”.
Este ex
secretario de Seguridad nacional de Jimmy Carter proponía entonces que “a
medida que termina su era de dominio global, los EE.UU. deben tomar la
iniciativa en la realineación de la arquitectura de poder global”. Esta mirada
encaraba tanto a Rusia como a China, pero no a ambas juntas.
La guerra
comercial actual es uno de los emergentes de ese mandato que desborda al propio
Trump, pero sus efectos, en gran medida por los modos de la batalla, son
diversos y no exactamente los buscados.
Desde la
perspectiva del gigante asiático la cooperación y competencia entre Beijing y
Washington que, estabilizada la relación bilateral era de un promedio de
“50-50”, explica Jin Carong de la Escuela de Estudios Internacionales de
Beijing, pero “ahora es alrededor de 30-70. La competencia es el 70%, solo el
resto es cooperación. La relación no volverá a lo que era”, sostiene. Los
espacios militares son los nuevos estabilizadores, advierte el Global Times,
diario oficialista chino que cita a expertos y politólogos uno de los cuales
previene sobre que no debería avanzarse a una nueva Guerra Fría y menos a una
caliente.
Rusia es
relevante en este nuevo armado. La gran pesadilla de Brzezinski -y de su
contraparte republicana Henry Kissinger- que remarcó en El Gran Tablero de
Ajedrez: Primacía Americana y sus imperativos geoestratégicos, de 1997, era la
vinculación estratégica entre Moscú y Beijing.
En términos
brutales pero bien didácticos sobre su caracterización del poder, escribió
entonces que “los tres grandes imperativos de la geoestrategia imperial son
prevenir la colusión y mantener la dependencia de seguridad entre los vasallos;
preservar los afluentes (de energía) flexibles y protegidos; y evitar a los
bárbaros la posibilidad de aliarse”.
Pero ese matrimonio
ya se ha consumado en extenso. La semana pasada, el primer ministro chino Li
Keqiang visitó Moscú para concretar los acuerdos firmados pocos meses antes por
los presidentes Xi Jinpíng y Vladimir Putin. Ahí también la prensa local le
agrega a ese acontecimiento la narrativa del “primer paso de una nueva era”. Los
acuerdos binacionales comprenden la provisión de soja rusa en relevo de la que
antes China adquiría en EE.UU. Ese convenio constata la noción del no retorno:
la garantía de un nuevo proveedor se realiza en medio de las negociaciones con
la Casa Blanca.
Los dos países
avanzan también en la construcción asociada de un avión comercial, el CR929, de
largo alcance y hasta 320 pasajeros, que aspira a competir en las rutas que
actualmente dominan Boeing y Airbus. No es una buena noticia para esas
aerolíneas.
Según Boeing el
mercado aeroespacial civil chino, el segundo más grande del mundo después de
EE.UU., crecerá en las próximas dos décadas en alrededor de 7.690 aviones. Un
cálculo provisorio estima ese negocio en alrededor de 1,2 billones de dólares
(un uno con 12 ceros). Junto con ese proyecto, que estaría en operación en
2027, los dos países están montando un sistema conjunto para explorar la Luna y
el espacio exterior.
El año pasado, el
volumen de negocios entre Rusia y China superó el nivel de 100.000 millones de
dólares, un alza de 24,51% respecto del período anterior. La meta es duplicar
esa cifra. Los rubros incluyen petróleo, gas, energía nuclear, aeroespacial,
economía digital e inteligencia artificial.
Hacia fines de
año ya estará en funcionamiento el gasoducto Sila Sibiri, con una capacidad de
38.000 millones de metros cúbicos de fluido por año. Existe ya proyectado otro
gasoducto a China a través de Altái, la llamada ruta occidental que va desde
los yacimientos de Siberia occidental hacia China por la frontera entre la
República de Altái de Rusia y la provincia china de Xinjiang.
La República
Popular, que hace un lustro consumía 161.000 millones de metros cúbicos de gas
natural, se propone para 2020 alcanzar los 420.000 millones de metros cúbicos
anuales y reducir el consumo de carbón y la polución que enturbia las ciudades.
Es la Ruta de la Seda, versión gas. Un dato central si se tiene en cuenta que
Trump subió hasta 25% los aranceles que castigan el gas licuado.
El vínculo de
China con Rusia no está libre del ímpetu que ha adquirido el Imperio del
Centro, con todo lo que eso significa sobre autonomía de uno, dependencia del
otro y cuotas de desigualdad. Durante los años de la Unión Soviética, poco
antes del colapso en 1989, el PBI del Oso comunista más que duplicaba al de la
República Popular.
Hoy, el de China
es seis veces mayor que el de su socio. Pero Rusia, además, figura décima entre
los principales mercados del Dragón asiático, apenas por encima de Filipinas y
muy lejos de la India. Al revés, China es el segundo mercado de las
exportaciones rusas después de la Unión Europea.
Para los chinos,
la guerra comercial y el sentido de la profundización de sus alianzas, van de
la mano como un propulsor de su propia agenda hegemónica. Se plantean una
década para romper la dependencia occidental de los chips, los complejos
circuitos integrados que ponen en movimiento la casi totalidad de su
tecnología.
La República
Popular, el año pasado, invirtió en esas importaciones más fondos que en la
compra de petróleo, en su gran mayoría diseñados por EE.UU., según datos
oficiales de las agencias chinas. Si Beijing hubiera recortado esas
importaciones, Washington habría apelado a la OMC.
Pero la guerra
comercial y las sanciones contra Huawei y ZTE, entre otras tecnológicas del
gigante asiático, enturbiaron el mercado. Un dato interesante es que hoy
alrededor del 20% de la demanda doméstica china de chips, más del doble del 9%
de 2015, fue cubierta con los fabricados en la República Popular.
Pero no es
suficiente y no es sencillo, ni son competitivos. Huawei, el estandarte de la
industria tecnológica china, que puso en la vanguardia al país con su sistema
5G, reconoció que el litigio con EE.UU. le causará pérdidas de más de US$ 30
mil millones los próximos años. Por lo tanto, hay aquí un furor para relevar
completamente la importación y apostar a sistemas operativos, por ejemplo, como
el Harmony de Huawei en lugar del Android de Google. Sin reversa posible, por
ahí van las apuestas.
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