Eduardo Fidanza Licenciado en Sociología, Universidad de Buenos Aires. Fundador y director de Poliarquia Consultores. Analista político e investigador social. Ex columnista semanal del diario La Nación. Miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo. Ex profesor titular regular de la UBA.
En 1989, un joven intelectual
estadounidense dictó una conferencia en la Universidad de Chicago, que luego se
editó en un artículo titulado "¿El fin de la historia?". Este texto
fue el antecedente de un libro del autor publicado en 1992, llamado El fin de
la historia y el último hombre. Estos trabajos ocasionaron un enorme debate y,
hasta cierto punto, un escándalo intelectual. El autor y la época en que esto
ocurrió son conocidos: se trataba de Francis Fukuyama y transcurrían los días
del colapso comunista.
Como suele suceder, la
controversia y el éxito fueron de la mano: el libro resultó un best seller
mundial, traducido a más de veinte idiomas. No interesa aquí comentar el debate
que generó la tesis de Fukuyama, que es sabido, sino ver cómo evolucionó su
pensamiento, considerando un hecho significativo: Fukuyama ha sido uno de los
intelectuales orgánicos del establishment norteamericano de las últimas
décadas, ampliamente consultado por el poder político, editor de una revista
conservadora, y en su momento asesor del Departamento de Estado.
Con estos antecedentes, hoy
afirma que evolucionó hacia la izquierda. Pero debemos entender que, por así
decirlo, se trata de la izquierda de la derecha. O de una de las voces intelectuales
lúcidas salidas de las entrañas del capitalismo liberal actual. Pensadores
reflexivos y realistas como él pueden inspirar una hoja de ruta que acerque
posiciones de nuestra dirigencia En “¿El fin de la historia?”, aunque lo
planteara como una pregunta, Fukuyama sostuvo que la democracia capitalista
había demostrado ser un sistema económico y político superior a los demás,
convirtiéndose en el horizonte temporal de la humanidad al cabo del siglo XX.
Más que el fin significaba el
redondeo de la historia: la centuria había empezado con fe en la democracia
liberal y después de vencer al fascismo y al comunismo el círculo se cerraba,
con una “inquebrantable victoria del liberalismo económico y político”, según
escribió. La clave del triunfo, además de las virtudes del sistema, era la
clausura de cualquier alternativa a él. En el plano político esta tesis se
plasmó en el “There is no alternative”, de Margaret Thatcher, el célebre
eslogan que avaló la revolución neoliberal, cuya consecuencia fue la
destrucción del estado de bienestar.
Pronto, Fukuyama empezó a matizar
su postura. Ya al final de El fin de la historia y el último hombre, esgrimió
un argumento, acaso premonitorio, que parecía contradecir su visión: ningún
régimen es capaz de conformar a todos en todos los lugares. La libertad y la
igualdad no se han extendido lo suficiente, de modo que los que permanezcan
insatisfechos siempre tendrán el poder de reiniciar la historia. A eso
siguieron una serie de críticas a una evolución que se alejaba cada vez más de
su pronóstico triunfalista.
En la actualidad, Fukuyama sigue
defendiendo la democracia liberal y el libre mercado, pero considera que las
ideas conservadoras llevadas al extremo, junto con errores políticos,
económicos y militares, como la invasión a Irak, las crisis financieras y la
desigualdad, produjeron un efecto contraproducente, contribuyendo a la vigencia
de los populismos de derecha e izquierda. Como los liberales, aborrece a Trump,
Bolsonaro, Orbán y Modi, que están reiniciando la historia, pero no en el
sentido deseable. Ellos cierran las mentes, las fronteras y los mercados,
cuando el ideal era abrir todo a los beneficios de un sistema superior
destinado a la hegemonía.
Quizá desplegando uno de los
planteos más abarcadores, después de su último libro (Identidad. La demanda de
dignidad y las políticas de resentimiento), Fukuyama publicó hace pocos días un
extenso artículo titulado “Liberalism and Its Discontents”, donde reconoce dos
virtudes históricas del liberalismo político. En el origen, la capacidad de
gobernar la diversidad, a la que siguió la defensa de los derechos humanos
básicos y el bienestar general. Con nostalgia, dice “eso fue el liberalismo”,
porque ya no lo es. Cree que dos factores lo minaron: el neoliberalismo en el
plano económico, y el individualismo en la esfera cultural. Las consecuencias
fueron la desigualdad económica y lo que Gilles Lipovetsky llamó “la era del
vacío”.
La crítica de Fukuyama deriva en
un programa implícito, cuyos rasgos centrales son la recuperación de la
política, el reconocimiento de los vínculos comunitarios y la reivindicación
del rol del Estado. Es una lúcida voz intelectual salida de las entrañas del
capitalismo liberal actual Afirma que “el liberalismo clásico, aun cuando
protege los derechos básicos de propiedad y la economía de mercado, es perfectamente
compatible con un Estado fuerte que busca protecciones sociales para las
poblaciones dejadas atrás por la globalización.
El liberalismo está
necesariamente conectado con la democracia, y las políticas económicas
liberales deben ser atemperadas considerando la igualdad democrática y la
necesidad de estabilidad política”. Este giro notable de una mente conservadora
vuelve a plantear el equilibrio entre Estado y mercado, la premisa del programa
socialdemócrata que posibilitó los 35 años de esplendor mundial entre el final
de la Segunda Guerra y mediados de la década de 1970.
Fukuyama termina aceptando que el
reconocimiento humano –que él considera clave– fracasó bajo el capitalismo
ultraliberal, generando reconocimientos aberrantes provistos por las drogas, el
extremismo religioso y el populismo político. El modelo de ciudadanía liberal
falló porque los valores de igualdad ante la ley devinieron en una abstracción
que excluyó a las minorías y a la población más perjudicada por la
globalización. Este malestar en la cultura liberal ha tenido plena expresión en
las recientes elecciones de Estados Unidos. Ningún observador inteligente se
engaña: el triunfo demócrata es precario, Biden expresa la falta de renovación
de la dirigencia, y el país que gobernará está resentido y absolutamente
fisurado. Trump, con 88 millones de seguidores en Twitter y más de 70 millones
de votantes, que acatan sus mentiras y bravuconadas, seguirá presionando para
profundizar la división y el odio entre los norteamericanos.
Rusia y China observan
complacidos esta tragedia política. La pandemia completa el cuadro con una
incertidumbre desesperante. ¿Llegan los ecos de esta candente actualidad a la
aldea? No parece: aquí siguen las batallas mezquinas y las parcialidades
usuales. Un oficialismo popular receloso de la iniciativa privada y una
oposición que defiende la república omitiendo la desigualdad. La renovada
equidistancia entre Estado y mercado, que proponen pensadores reflexivos y
realistas como Fukuyama, tal vez pueda inspirar una hoja de ruta que acerque
posiciones. Es una lección para intentar, sin prejuicios ideológicos y con
honestidad intelectual, consensos indispensables ante la evidencia de una
crisis brutal.
*Analista político. Director de
Poliarquía Consultores. (Fuente www.perfil.com).
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