Guillermo Borella. 1 de
febrero de 2020
No parece ser mera casualidad.
Parásitos, la película coreana que viene cosechando premios, aplausos y público
en todo el mundo -y que aparece como una de las favoritas para los premios
Oscar que se entregan dentro de una semana-, ya es un fenómeno de taquilla en
la Argentina. Más allá de los méritos artísticos de esta película convertida en
fenómeno global, el gran dato es el tema que aborda: la desigualdad.
Precisamente, la creciente concentración de la riqueza en manos de unos pocos
es, a estas alturas del siglo, un factor que amenaza la estabilidad política y
social de todo el planeta. En especial, por el modo en que se engarza con la
aguda pérdida de confianza que, a nivel global, padece la clase dirigente.
El panorama podría describirse
como lo que emerge de una doble grieta: por un lado, entre los que más y menos
tienen; por el otro, entre gobernantes y gobernados. En el fondo, la ecuación
es la misma: vivimos en un mundo asimétrico donde la distancia que separa a las
élites de las mayorías es cada vez mayor.
Al traducirse en una menor
igualdad de oportunidades para los ciudadanos, la desigualdad económica termina
por socavar la credibilidad democrática, aseguran los expertos. Cabe
preguntarse, entonces: ¿en qué medida puede adjudicarse a la desigualdad la
actual crisis de representación que sufren las democracias? ¿Cuáles son los
peligros que esta creciente inequidad conlleva para el capitalismo democrático?
A fin de cuentas, ¿cuánta desigualdad puede tolerar la democracia?
Temerosos de que la
profundización de la desigualdad esté promoviendo la pérdida de la fe democrática
por parte de los ciudadanos, que en todo el mundo toman las calles para
expresar su malestar frente a un sistema deslegitimado, los líderes políticos,
frecuentemente acusados de mirar hacia otro lado, comienzan a tomar nota. De
momento, el auge de los movimientos antisistema y la exacerbación de los
nacionalismos vienen siendo las principales señales de alarma.
"El aumento de la
desigualdad y, sobre todo, la creciente percepción de que las élites
cosmopolitas liberales y urbanas están capturando una parte desproporcionada de
las rentas son un caldo de cultivo para los movimientos antisistema y
antiapertura", afirma vía telefónica desde Madrid Federico Steinberg,
investigador principal del Real Instituto Elcano. "No hacerles frente es
el mayor riesgo para la estabilidad y el crecimiento económico a largo
plazo", advierte Steinberg, que además es profesor del Departamento de
Análisis Económico de la Universidad Autónoma de Madrid.
La preocupación por las
consecuencias políticas del aumento de la desigualdad -junto con la amenaza del
cambio climático- concentró buena parte de la atención durante la reunión anual
del Foro Económico Mundial, celebrada pocos días atrás en Davos ante la
presencia de líderes políticos, empresarios y activistas de la sociedad civil.
En vísperas de la cumbre, la
ONG Oxfam International dio a conocer un informe donde alerta sobre la
desigualdad extrema en el mundo. Lo demuestra con cifras impactantes. Por
ejemplo, señala que el 1% más rico del planeta posee más del doble de la
riqueza del 90% de la población mundial. O que las 26 personas más ricas poseen
lo mismo que otros 3800 millones, la mitad de la población global.
Conflictividad
"La desigualdad económica
está fuera de control", advierte Oxfam en su documento, y afirma que esta
enorme brecha "es consecuencia de un sistema económico fallido y
sexista". Además, insta a los gobiernos a tomar medidas urgentes para
"construir una economía más humana y feminista, en vez de alimentar una
carrera sin fin por el beneficio económico y la acumulación de riqueza".
El informe, que también destaca las disparidades económicas basadas en el
género, dado que las mujeres y niñas cargan con una mayor responsabilidad en
los trabajos de cuidados y con menos oportunidades económicas, concluye: "Las
desigualdades indecentes están en el corazón de las fracturas y los conflictos
en todo el mundo".
Así y todo, pareciera haber
matices. Según ha demostrado uno de los mayores expertos en la materia, el
economista serbio estadounidense Branko Milanovic, en los últimos años la
desigualdad de ingresos entre las personas en el mundo entero no ha aumentado,
sino disminuido. La explicación es que el fuerte incremento en los ingresos de
China y otros países de gran población, como India e Indonesia, hizo emerger
una gran clase media mundial. Milanovic lo denomina "el rebalanceo del
mundo".
No obstante, mientras cayó la
desigualdad mundial, aumentó la inequidad dentro de cada país. "Lo
políticamente clave es que las personas perciben la desigualdad en sus
países", afirmó Milanovic en una entrevista para la revista International
Politics and Society. Según el especialista, si los individuos se preocupan más
acerca de su posición relativa en donde viven que lo que ocurre en otros
países, esa percepción acerca de la creciente desigualdad neutraliza las
ventajas de la caída en la desigualdad global. "Y eso cobra preponderancia
política", dice el experto.
Ahora bien, ¿cuáles son las
causas que explican la creciente inequidad a nivel mundial? Los expertos
señalan el aumento desmedido de las retribuciones de los financieros y altos
directivos por encima del resto de los salarios. En Estados Unidos, por ejemplo,
mientras que en 1970 un ejecutivo ganaba 17 veces más que la mayoría de los
asalariados, ahora gana casi 75 veces más que ellos, según se desprende del
último reporte del Instituto de investigación Credit Suisse.
El exitoso libro de Thomas
Piketty El capital en el siglo XXI, publicado en 2013, dio una respuesta
contundente a la pregunta sobre el germen de la creciente desigualdad: es el
capitalismo. Para el economista francés, la causa es sencilla: la tasa de
beneficio del capital es sistemáticamente mayor que la tasa de crecimiento de
la economía, que es lo que beneficia a la mayoría de la gente. El capitalismo
tendría así una tendencia innata a la desigualdad.
Todo el mundo reconoce el
aporte de Piketty al establecer de forma indiscutible el problema de la
desigualdad. Pero ¿es la creciente desigualdad una característica inevitable
del capitalismo? Al parecer, no todos están de acuerdo con este diagnóstico.
Algunas razones
Uno de ellos es Roberto
Bouzas, director académico de la Maestría en Política y Economía
Internacionales de la Universidad de San Andrés (UdeSA), que subraya que el
Estado existe justamente para regular los aspectos menos deseables de las
dinámicas de mercado, a través de las políticas públicas. "De eso se trata
la intervención de un Estado que no sea un mero instrumento de los intereses
dominantes. El problema es cómo se constituye ese Estado en un contexto en el
que el balance político no lo estimula", repara el académico.
Muchos coinciden en señalar
como la fuerza impulsora detrás de la desigualdad a la gran financiarización
que atravesó la economía mundial a lo largo de los últimos 40 años. Según
explica el economista estadounidense James K. Galbraith, profesor de la Lyndon
B. Johnson School of Public Affairs, existen patrones comunes a diversos países
y a lo largo del tiempo que muestran que la desigualdad económica y las
finanzas globales son las dos caras de la misma moneda. "Lo que hemos
presenciado han sido las consecuencias de unas condiciones que la globalización
financiera hizo posibles", dice el autor de Desigualdad: lo que todo el
mundo debería saber.
"Las desigualdades
provocadas por los momentos de prosperidad financiera disparada y la
concentración de ingresos en sectores especulativos (burbujas) son
insostenibles por naturaleza", advierte Galbraith. "El actual nivel
de desigualdad es síntoma de una enfermedad económica que amenaza la
perduración de una existencia humana organizada, pacífica y próspera",
apunta en una reciente nota publicada en el diario El País.
Según la mirada de Steinberg,
hay dos fuerzas estructurales que explican el aumento de las desigualdades: el
cambio tecnológico y el avance de la globalización. Si bien estas fuerzas son
positivas porque aumentan el tamaño de los beneficios económicos (nunca hubo
tanta riqueza en el mundo como hoy), generan ganadores y perdedores.
"Ambas fuerzas son positivas e inevitables, el problema es cuando faltan
las políticas públicas para distribuir el tamaño de la torta", dice el
economista español en relación con la ausencia de medidas que apunten a
repartir los beneficios del crecimiento económico.
Otros expertos señalan que una
parte clave del problema es la desaparición (y relativa escasez) de empleos
buenos y estables, producto de la desindustrialización que arrasó muchos
centros manufactureros, un proceso agravado por la globalización económica y la
competencia de países como China. Dani Rodrik, profesor de Economía Política
Internacional de la Universidad de Harvard, sostiene en un artículo publicado
en Project Syndicate: "Los cambios tecnológicos han tenido consecuencias
especialmente negativas para los puestos en el centro de la distribución de
habilidades, afectando a millones de trabajadores".
De aquí se desprende una
desigualdad oculta: la creciente separación geográfica, social y cultural entre
grandes segmentos de la clase trabajadora y las élites. Esta segmentación
espacial entre los centros urbanos prósperos y cosmopolitas y las comunidades
rurales no se reflejan en los indicadores convencionales sobre desigualdad,
centrados en la desigualdad de los ingresos (el más común es el Índice de
Gini). Al ignorar todas las otras implicancias para la vida diaria, algunos
opinan que son un mal medidor del descontento en las democracias.
Estas brechas espaciales
-siguiendo el argumento de Rodrik- impulsan grietas sociales más amplias, y son
reforzadas por ellas. El hecho de que las élites profesionales metropolitanas
estén mejor conectadas fortalecería así su influencia sobre los gobiernos, al
tiempo que las aleja de los valores y prioridades de sus compatriotas menos afortunados,
quienes se alejan y resienten frente a un sistema que, aparentemente, ni
funciona para ellos ni se preocupa por ellos. "La desigualdad se
manifiesta como un sentimiento de pérdida de dignidad y estatus social por
parte de los trabajadores menos capacitados y otros que fueron dejados
afuera", apunta Rodrik.
Así, se avizora una cuestión
adicional: el modo en que la desigualdad económica afecta a la igualdad
política. La lógica igualitaria, propia de cualquier democracia (una persona,
un voto), se quiebra por la desigualdad económica que provoca que el voto de
algunos sea más influyente que el de los demás.
Al respecto, Roberto Bouzas
opina que la creciente desigualdad económica se traduce en una mayor
desnivelación del campo de juego político. "La concentración del poder
político que acompañó la concentración del poder económico reforzó esta última
en un círculo que se retroalimenta y resulta perverso para la salud de las
democracias", advierte el experto.
Misma opinión comparte Carla
Yumatle, profesora de filosofía política en la Universidad Torcuato Di Tella
(UTDT), al subrayar que cierto nivel de desigualdad económica condiciona los
niveles de igualdad política.
Al ser la clase política cada
vez más receptiva a las preferencias políticas de los ciudadanos acaudalados,
se produce apatía política por parte de los ciudadanos menos adinerados.
"Dada la influencia de los ultrarricos sobre las políticas públicas, el
ideal democrático de igualdad política se ve severamente dañado, porque el
acceso al poder político es desmedidamente desigual. Dejamos de ser iguales
ante la ley y cada persona no representa un voto; hay algunos que representan
muchos más", afirma Yumatle. Y concluye: "La desigualdad económica y
la desigualdad política están positivamente relacionadas e inducen a la
retracción política al ciudadano medio".
Otro contrato
Por su parte, Antón Costas,
catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona, advierte:
"Cuando la desigualdad se agudiza, la economía de mercado choca con la
democracia". Para Costas, el gran reto pasa por reconciliar capitalismo
con democracia: "La desigualdad económica es posiblemente el fenómeno más
perturbador al que se enfrentan en este siglo los sistemas políticos
democráticos de nuestros países, así como también el propio capitalismo".
En una columna de opinión publicada en El País, titulada "La desigualdad
asesina a la democracia", Costas escribió: "La desigualdad es un
poderoso disolvente del pegamento que una sociedad pluralista y una economía de
mercado necesitan para poder funcionar de forma eficaz. En la medida en que
disminuye la confianza social, ese pegamento invisible, la desigualdad impide
la cooperación y la existencia de un proyecto de futuro compartido. Se necesita
un nuevo pegamento, un nuevo contrato social".
Que muchos ciudadanos de las
democracias occidentales se sientan alienados de la política es un dato que ya
no parece sorprender a nadie. Para Óscar Fernández, politólogo e investigador
senior en el Center for Global Economy and Geopolitics (Universidad Ramón
Llull, Barcelona), esto no significa solamente que las clases populares estén
menos presentes en las instituciones (como los parlamentos o los gobiernos),
sino que el problema es más amplio: "Dichas clases populares perciben que
se ven limitadas a la hora de influir de forma efectiva en los procesos
políticos. Votar y ser elegido son factores necesarios, pero no
suficientes", subraya.
El experto cree que los
efectos políticos de la desigualdad económica son innegables. "Las clases
altas de las sociedades occidentales tienden a aprovechar su posición
económicamente privilegiada para ejercer influencia política. Así pues, una
mayor desigualdad económica suele mutar en una mayor desigualdad sociopolítica,
y viceversa", apunta el investigador español, y advierte que estamos
siendo testigos de una "mercantilización plenamente legal de la política
institucional". Para ilustrarlo, cita el caso de Estados Unidos, donde los
lobistas contratan a personas para que hagan fila por ellos antes de las
audiencias del Congreso, y así se aseguran no perderse ninguna de ellas.
"La legitimidad de origen
de nuestros modelos se erosionará si las ideas de igualdad y justicia, que
integran el núcleo normativo de la democracia, se ven pisoteadas en la
práctica", advierte Fernández. Para el experto, el reto, pues, es doble.
"Hay que corregir los graves defectos de nuestras democracias antes de que
estos se vuelvan insostenibles e irreversibles. Pero tampoco deberíamos
permitir que las justificadas críticas al sistema actual sean explotadas por
quienes se decantan por contraproducentes enmiendas a la totalidad",
concluye.
En busca de posibles
soluciones
Si bien es evidente su necesidad,
aún no parece estar claro cuáles serían las mejores políticas destinadas a
reducir los enormes niveles de desigualdad que afectan a las democracias
liberales actuales. Inversión social, transferencias o regulaciones como el
salario mínimo, e impuestos progresivos a la renta son apuestas frecuentes en
este sentido.
"Probablemente ninguna
política por sí sola pueda dar cuenta del problema, por lo que lo más razonable
es pensar en paquetes de iniciativas que ataquen la desigualdad sin afectar
negativamente los incentivos para innovar e invertir", explica Roberto
Bouzas desde la Universidad de San Andrés.
De acuerdo con el investigador
español Federico Steinberg, "la solución a la desigualdad debería apuntar
a reescribir el contrato social, que parece estar desvirtuado". Para eso,
cree que hace falta una mejor gobernanza global y una mayor cooperación
internacional, ya que ciertas soluciones no dependen solo de un país, sino de
la coordinación entre los diversos Estados para que, por ejemplo, puedan coordinar
el cobro de impuestos a las empresas que desean mover su dinero con fines de
evasión. "Si no se hace algo a tiempo para enfrentar estos niveles de
desigualdad, se producirá un socavamiento importante de la legitimidad
democrática", alerta Steinberg.
Finalmente, muchos coinciden
en señalar la necesidad de que las demandas de las clases medias y trabajadoras
sean mejor reflejadas en las instituciones políticas. "La desigualdad
actual requiere un enfoque diferente, que se centre en las inseguridades y
ansiedades económicas de los grupos en el centro de la distribución del
ingreso", opina el profesor de Harvard Dani Rodrik. Y concluye:
"Nuestras democracias pueden minimizar las amenazas de conflictos
sociales, la xenofobia y el autoritarismo con solo impulsar el bienestar
económico y la situación social de los trabajadores de clase media y media
baja. Si no estamos preparados para ser audaces e imaginativos para crear
economías inclusivas, cederemos terreno a los vendedores de ideas antiguas,
probadas y desastrosas".
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