sábado, 17 de diciembre de 2011

A 20 años de la disolución de la URSS


Hace veinte años, el mundo en el que yo había creído desapareció sin decir adiós.
Luego de una larga y secreta agonía, durante diciembre de 1991 la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue disuelta (ése es el vocablo que utilizaron sus enterradores), dejando atrás la existencia de un sistema que albergaba -con matices- a tres cuartas partes de la humanidad y que constituía un espejo donde se miraba el resto del planeta, ya para imitarlo, ya para destruirlo. Junto a él se desvanecía también la esperanza de millones de personas que en todo el mundo creyeron, hasta el fanatismo, en la posibilidad de socavar las bases del capitalismo para suplantarlo por un paraíso sin explotadores ni explotados. Era no sólo el fin de un sistema económico, político y social, sino también la extinción de una religión poderosa y cautivante que alimentó por décadas la fe de multitudes enardecidas. Una fe por la que valía la pena hacer la guerra y morir en el intento. Un dogma al que rindieron culto hasta el final de su existencia celebridades de la talla de Pablo Picasso, Rafael Alberti, Jorge Amado y Pablo Neruda, y hoy sigue recordando, como estigma de su juventud, buena parte de los referentes de la intelectualidad más creativa del mundo.

Porque el comunismo no fue solamente una manera de pensar, sino también una forma de ser, una cosmovisión que buscaba cambiar la raíz misma de la condición humana. Desde las diversas expresiones del arte hasta la conducta sexual de los sujetos, todo era materia de análisis y elaboración teórica por parte de academias y centros de estudios del campo socialista y de los organismos especializados de los partidos comunistas de distintos países. Había un "punto de vista marxista" para cada disciplina o conducta humana. Esa pretensión totalizadora llevó a las cúpulas partidarias a concentrar un poder discrecional y arbitrario. En nombre de "la moral de los comunistas" se cometieron cruentas depuraciones de las que fueron víctimas no sólo disidentes y minorías, como la homosexual, sino hasta esposas y esposos infieles. La casa se reservaba el derecho de admisión. "El Hombre Nuevo", que ha inspirado tanta literatura, no fue, por tanto, una mera creación folklórica sino un elemento esencial al ADN doctrinario.
El marxismo, cristalizado en religión oficial, terminó por devorarse a la dulce criatura que habían imaginado sus creadores. Y su obra cúlmine, la URSS, el gigante de los Soviet de obreros, campesinos y soldados, fue virando con los años hacia una despiadada dictadura, un gendarme internacional, responsable de muchas de las grandes tragedias del siglo XX.

Ninguna de esas derivaciones de la propuesta originaria ocurrió por casualidad. El fundamentalismo, cualquiera sea, siempre termina en purgas, intentos de "proteger la pureza" y en la creación de milicias especializadas. El comunismo destiló su propia elite de custodios: eran "los mejores hijos del pueblo", "la vanguardia esclarecida", "los cuadros de la revolución". Bajo esas premisas se crearon instrumentos prácticos dedicados a velar por la causa, desde las "comisiones de control y vigilancia revolucionaria" hasta las policías secretas y los aceitados sistemas de espionaje. Una sofisticada maquinaria destinada a proteger la intangibilidad de los principios.
A pesar de sus sombras, la historia del Movimiento Comunista Internacional está plagada de páginas heroicas. Sus militantes, millones de convencidos luchadores, dieron todo por esa bandera que simbolizaba, en la hoz y el martillo, "la alianza indestructible" entre proletarios y campesinos. Recuerdo que en el Museo de la Revolución, en la Plaza Roja de Moscú, había una sección dedicada a las credenciales partidarias que habían sido perforadas por balas enemigas, tanto en la guerra con el hitlerismo como en la lucha clandestina en los países capitalistas. Era un honor llevar en el bolsillo, "cerca del corazón", el carnet del Partido y aferrarse a él cuando llegaba la hora de entregar hasta la última gota de sangre en el combate contra el enemigo de clase.

Las cárceles de las dictaduras más temerarias del mundo comprobaron la templanza de esa legión de revolucionarios, capaz de resistir las más crueles torturas sin entregar un dato que comprometiera la seguridad de su organización.
El comunismo práctico, despojado por sus cúpulas de la dialéctica que habían imaginado sus padres fundadores, fue la religión de los ateos, una gigantesca causa que exaltaba el sacrificio y postergaba la felicidad para un futuro luminoso.

De las innumerables anécdotas que atesoro de mi experiencia como ex alumno de la Escuela Superior del Komsomol Leninista de la URSS, cuando tenía apenas 17 años, recuerdo una que me marcó especialmente. Fue una visita que hice, junto a otros alumnos del instituto internacional de cuadros juveniles, a la casa de una veterana afiliada del PC soviético, viuda de un general fusilado por Stalin. En el modesto departamento que habitaba cerca de Las Colinas de Lenin, sólo dos retratos adornaban las despojadas paredes. Uno era el de un hombre de unos 50 años, arropado con uniforme del Ejército Rojo y en que se destacaban las medallas que había recibido como Héroe de la Segunda Guerra. Su marido. El otro, de mayor tamaño, era el de José Stalin, una típica fotografía oficial de los tiempos del culto a la personalidad. Con curiosidad de devoto (por entonces, yo no quería saber la verdad sino alimentar mi temple militante), consulté a nuestra anfitriona acerca de esa extraña convivencia mural.
-¿Su esposo fue Héroe de la URSS?
-Sí, un hombre muy fiel al Partido y a la Patria.
-Pero lo fusilaron por traidor, ¿verdad?
-Bueno? fue un error. El Partido también se equivoca.
-¿Stalin ordenó su ejecución?
-El camarada Stalin, sí.
...
-Eran otros tiempos, el camarada Stalin había salvado a nuestro país del nazismo, él era nuestro héroe mayor. Fue un error propio de las circunstancias. Luego, el camarada Stalin reconoció su equivocación y mi marido fue rehabilitado, se le restituyeron las condecoraciones y se le devolvió su grado militar. Para mí es un gran orgullo que hoy descansen uno junto al otro.

De alguna manera, esa unión representa la supervivencia del Partido a todas las inclemencias, incluso la de sus propios errores? Podrían escribirse miles de páginas con historias similares. Espías que volvieron de sus misiones secretas en el exterior y fueron apresados durante una década en Siberia, disidentes expulsados por no responder a las expectativas de la conducción, militantes sancionados por flaquear ante una orden. A pesar de todo, muchas de esas víctimas de abusos hoy incomprensibles volvían a los cálidos brazos de la organización para pedir perdón. El Partido era omnímodo.

Han pasado apenas dos décadas (un suspiro en tiempos históricos) desde que el gigante dejó de respirar. Fue la muerte menos anunciada de la historia. Ni la CIA ni toda la parafernalia dedicada a combatir "La marea roja" pudieron advertir que su final sobrevendría por una enfermedad autoinmune.
Apenas dos años antes de la desintegración de la URSS, el Muro de Berlín, la frontera más original del mundo, un paredón de 57 kilómetros de extensión, electrificado y bajo custodia de temibles guardianes, que rodeaba una isla urbana instituida como capital de la Alemania socialista, se había desplomado en medio de una comedia de anuncios que ni el más creativo de los libretistas de Hollywood pudo imaginar. Sin tiros, ni grandes avalanchas humanas ni dramáticos ultimátums. El paredón simplemente se abrió luego de que un gris burócrata comunista equivocara la fecha que el temible Buró Político de la RDA había establecido como inicio de la libre circulación entre las dos repúblicas que integraban el antiguo Reich.

Ese fue el primer indicio de que la Tercera Guerra Mundial, tantas veces proclamada y en cuya preparación se invirtieron multimillonarios recursos y millones de vidas, se había quedado sin uno de sus seguros antagonistas. A partir de esa fecha, 9 de noviembre de 1989, las patrias socialistas, que constituían el resto del cordón sanitario europeo que rodeaba a la Unión Soviética (Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Yugoslavia), se fueron desmontando una por una. Como piezas de utilería, aquellas férreas estructuras que habían integrado su propio comando militar coordinado, el Pacto de Varsovia, anunciaban su rendición incondicional ante un enemigo vaporoso: sus pacíficas poblaciones. No hubo estridencias ni gestos heroicos. Ejércitos, policías, agencias de espionaje, medios de comunicaciones oficiales, sindicatos, brigadas infantiles y juveniles, organismos de censura y aceitadas burocracias estatales se extinguieron tiempo récord.
Podía suponerse un final del Paraíso en la Tierra. Pero no ese final indecoroso, vacío de épica, esa huida sin trepidación. Fue un deshielo rápido y sulencioso.

Por Jorge Sigal
El autor es editor y periodista. Publicó El día que maté a mi padre . Confesiones de un ex comunista.

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