Eduardo Fidanza. 16 de
noviembre de 2019
En la última década del siglo
pasado, dos relevantes sociólogos europeos escribieron ensayos que anticiparon
lo que las sociedades mundiales atravesarían pocos años después. Anthony
Giddens -un notorio especialista en teoría social, considerado el padre de la
Tercera Vía- publicó en 1990 Las consecuencia de la modernidad, donde traza un
retrato inquietante del mundo contemporáneo.
Para describir su naturaleza,
recurre a un término extraído de la mitología hindú: el juggernaut, que
representa el carro en el que era sacado en procesión el dios Krishna, cuyas
ruedas aplastaban a los fieles, sacrificándolos en aras de la divinidad. La
expresión alude a una fuerza terrible e indetenible que destruye todos los
obstáculos que se presentan en su camino.
Según Giddens, la modernidad
adquiere ese rasgo angustiante por tres factores: primero, la tecnología
consuma la separación del tiempo y el espacio; segundo, eso produce un
"desanclaje", porque se destruyen las referencias locales,
reorganizándose los vínculos sociales a través de enormes distancias
espacio-temporales; y tercero, el conocimiento se torna reflexivo, provocando
el cuestionamiento incesante de las certezas y los valores. Así, la humanidad
globalizada queda a merced de culturas controvertidas y sistemas expertos, que
a pesar de su sofisticación no garantizan la seguridad. Cuando Giddens escribió
esto ya había explotado Chernobyl, que le sirvió de ejemplo. Pero aún no las
Torres Gemelas, cuyo destino pareciera sintetizar su pesadilla sociológica en
el inicio del siglo XXI.
Hay algo más, sin embargo. Y
es fundamental. Giddens dictamina acerca de la globalización capitalista:
"En algunos sentidos el mundo es 'uno'; pero en otros sentidos, esa unidad
está desgarrada por las injusticias del poder". Eso significa que la
apropiación del conocimiento y las oportunidades es diferencial, abriendo la
puerta a una insondable desigualdad entre los individuos y entre las naciones.
Esta reflexión se vincula con el segundo sociólogo que evocamos.
Se trata de Ralf Dahrendorf,
quien publicó en 1995 un ensayo titulado Economic Opportunity, Civil Society,
and Political Liberty, que en español se tradujo como La cuadratura del
círculo, una feliz metáfora acerca de la dificultad de conciliar bienestar
económico, cohesión social y libertad política. Dahrendorf se pregunta cómo
afecta la globalización a la sociedad civil, y responde que de muchas maneras,
cuyas consecuencias son graves: nuevos tipos de exclusión, pérdida de
ciudadanía, destrucción de los bienes públicos, desempleo, pobreza,
desigualdad. Considera a la sociedad civil "una realidad preciosa, todo lo
contrario a lo universal, que es producto de un largo proceso de civilización,
pero que queda expuesta a la amenaza de los gobernantes autoritarios o a las
fuerzas de la globalización". Hace 25 años, este sociólogo vislumbró la
llegada de los Trump, los Bolsonaro, los Orbán, los Maduro y otros de su
estirpe. Vio la tierra fértil para estos psicópatas de la política al afirmar:
"La fusión de competitividad global y desintegración social no es una
condición favorable para la libertad".
Sin descuidar los rasgos
específicos de cada país, acaso haya que recordar estas condiciones generales
para tratar de entender lo que les sucede a las sociedades cuando concluye la
segunda década del siglo XXI. Es sintomático que un jubilado que protesta en
Irak afirme que ha trabajado 40 años y no puede vivir con los 300 dólares que
recibe. Podría decir lo mismo uno de Brasil, Ucrania o la Argentina. Sucede
algo similar con los que se alzan contra el autoritarismo en Hong Kong, Managua
o Caracas. A unos les han quitado los ingresos, a otros, la libertad. Ese
malestar se traslada al cuestionamiento de los sistemas de gobierno, expresados
a través de una anomia política desconcertante: los que perdieron con la
democracia liberal la repudian, los que carecen de libertad la buscan. A unos
les resultan indiferentes los golpes de Estado, a otros se les va la vida
tratando de liberarse de sus dictadores. Ya no existe la verdad, sino las
lecturas contrapuestas. Como la Ilustración en su momento, el capitalismo
globalizado ha sido infiel a sus promesas.
Por estas cosas, y por muchas
otras que no caben aquí, es tan difícil conceptualizar lo que ocurre en América
Latina, cuya crisis repite las incertezas típicas de este siglo. Hay acuerdo en
que el comercio internacional fue adverso. Más allá de eso, las piezas no
encajan. La macroeconomía equilibrada multiplicó la desigualdad en lugar de
impulsar el bienestar, con la complicidad de la democracia liberal. Los
responsables del modelo no saben cómo justificar el desastre. Mientras tanto,
los progresistas se niegan a asumir las inconsistencias evidentes de su moral
redentora. Es tan cierto que mejoraron las condiciones de vida de las masas
como que incurrieron en todo tipo de corrupciones y autoritarismos. Entre el
fracaso liberal y la doble moral progresista, Latinoamérica sigue
desangrándose.
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