Una transición con brújula,
pero sin péndulo
Eduardo Fidanza. PARA LA
NACION. 9 de noviembre de 2019
En septiembre de 1983, pocos
días antes de la elección presidencial que concluiría con la dictadura militar,
el economista Marcelo Diamand publicó un texto titulado "El péndulo
argentino: ¿hasta cuándo?". Llamaba péndulo a la permanente oscilación de
la política económica entre lo que denominaba "dos corrientes
antagónicas": la popular o expansionista y la ortodoxa o liberal. La
primera expresa las aspiraciones de las masas, mientras que la segunda
representa la opinión ilustrada, enseñada en las universidades occidentales y
adoptada por las instituciones financieras internacionales.
Según Diamand, la corriente
popular -hoy diríamos "populista"- propugna la distribución
progresiva del ingreso y el pleno empleo. Para lograrlo, busca ampliar los
beneficios sociales, otorga aumentos nominales de salarios y, si lo considera
necesario, recurre al control de precios.
También manipula los
principales instrumentos de política económica -básicamente el tipo de cambio y
las tarifas de los servicios públicos- para disminuir la inflación. Con eso, el
populismo consigue, en una primera fase, aumentar el salario real y el acceso
al crédito, que impulsan decididamente el mercado interno al incrementar el
consumo.
Al cabo de esa euforia,
sostenía Diamand, el modelo se agota debido al déficit presupuestario, el
desequilibrio de la balanza comercial (la reactivación genera un insostenible
aumento de las importaciones) y el recrudecimiento de la inflación. El final
del experimento es conocido: se agotan las reservas y se precipita la crisis de
la balanza de pagos.
Según esta interpretación, a
la ilusión populista le ha seguido el correctivo liberal. Este consiste en una
fuerte devaluación, que mejora los ingresos del sector agropecuario y derrumba
el salario, complementada con restricción monetaria, freno al consumo y
atracción de capital externo bajo la forma de inversión o préstamos. Para
Diamand, con este modelo sucede lo mismo que con el otro: luego de algunos
éxitos iniciales se agota, poniendo otra vez la economía al límite. Su
explicación es increíblemente actual: "En algún momento del proceso
sobreviene una crisis de confianza. Los préstamos del exterior que habían
ingresado comienzan a huir.
Se produce una fuerte presión
sobre las reservas, una crisis en el mercado cambiario y una brusca
devaluación. Caen los salarios reales, disminuye la demanda, la tasa de
inflación otra vez aumenta vertiginosamente y se vuelve a caer en una recesión,
más profunda aún que la anterior". Diamand dice que los impulsores de
ambas corrientes explican el fracaso argumentando que no tuvieron suficiente
poder para imponer su programa.
Pero él tiene otra tesis: no
es el empate entre fuerzas lo que impide el progreso, sino la inconsistencia
intrínseca de ambos modelos. Ninguno de ellos logra eludir la restricción
externa, un rasgo característico de las economías que no pueden compensar con
los ingresos del agro la inmadurez de la industria y los servicios. Eso provoca
que cíclicamente el país se quede sin dólares. El drama de la escasez tuvo una
consecuencia impensada: varias veces, un mismo gobierno aplicó recetas
populistas y ortodoxas, como lo demuestran V. Arza y W. Brau en un paper
publicado estos días en el sitio Alquimias Económicas. La administración
saliente incurrió en esa ambigüedad.
En 1983 Diamand concluyó que
después de repetidas frustraciones el péndulo se había agotado. Escribió
entonces, con resonancias que llegan al presente: "Por primera vez en la
historia, está por asumir el poder la corriente popular sin que existan reservas
de divisas y, además, con más de la mitad de las exportaciones comprometidas
para el pago de los intereses de la deuda. Esto significa que el gobierno
popular esta vez carecerá del margen de maniobra inicial con el que siempre
contó". Años después se repite el estrangulamiento, pero el estrés inicial
del próximo gobierno se debe a una inversión paradójica de la historia: cuando
debido al agotamiento de las reservas debería ser la hora de la ortodoxia, le
toca presidir al populismo.
En síntesis, la economía pendular
se terminó. Porque no hay reservas para que el producto crezca y porque el
endeudamiento o la emisión son inviables. Podría decirse, sin embargo, que esta
es una transición sin péndulo, aunque con brújula, si se repara en algunas
señales prometedoras: predisposición a transferir el poder ordenadamente,
equilibrio de fuerzas, redefinición de los liderazgos, conciencia de ambos
lados sobre los pocos caminos disponibles para resolver la crisis.
Tal vez sobre este piso
mínimo, y ante la amenaza de un mal mayor, se construyan acuerdos para afrontar
el problema que lo traba todo. Diamand describió la cuestión con claridad, pero
acaso sin imaginar que la agonía se prolongaría casi cuatro décadas: "O la
Argentina queda condenada a una permanente recesión, con consecuencias sociales
y políticas imprevisibles, o aprenderá finalmente a superar la restricción
externa que limita el crecimiento de su economía".
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