Marcos
Buscaglia. 13 de octubre de 2019
Hay
pocos temas que dividan tanto a la profesión vernácula de economista como la
utilidad de los pactos sociales y económicos. Hay desde quienes ven en ellos
una panacea hasta quienes los ven solo como acuerdos de grupos de poder para
mantener sus privilegios. Dado que la firma de un pacto social y económico
parece ser parte esencial del programa del candidato presidencial más votado en
las PASO, analizaremos en este texto sus ventajas y desventajas.
En
primer lugar, definamos qué entendemos por "pacto social y
económico": se trata de un acuerdo entre el gobierno, cámaras
empresariales, dirigentes sindicales, gobernadores y quizás algún otro grupo,
sobre variables como salarios, tarifas y precios, en un lapso de tiempo
determinado. En términos más generales, podemos pensarlo como un instrumento no
monetario para intentar romper la inercia inflacionaria.
Un
problema muy importante al que se enfrenta la Argentina, como aprendimos a los
ponchazos en estos últimos cuatro años, es cómo bajar la inflación. La inflación
es siempre un fenómeno monetario y, si se observa más profundamente, tiene un
origen fiscal (el financiamiento monetario de déficit). Es decir, reduciendo la
tasa de expansión de la cantidad de dinero, la inflación debería, con el
tiempo, bajar. El problema, como se vio claramente con el programa del FMI
desde 2018, es que intentar controlar la inflación solamente sobre la base de
restringir la cantidad de dinero tiene consecuencias muy malas para la
economía. La tasa de interés sube mucho, el crédito cae y la demanda se
contrae. Aquí es donde un pacto económico-social puede ayudar, temporalmente, a
bajar la inflación: como un mecanismo para hacer que este proceso sea menos
costoso en términos de actividad.
El
problema que presentan inflaciones como la argentina es que se desarrollan
mecanismos de indexación formales e informales, atados al aumento de precios
que hubo en el pasado. Si el Banco Central tuviera credibilidad, podría
anunciar una tasa de inflación objetivo más baja, y los precios se acomodarían
a esa nueva tasa de inflación. Pero, como también experimentamos en estos
cuatro años, eso no funciona: el banco central no tiene credibilidad. Un
acuerdo social y económico podría entonces ayudar a coordinar expectativas
sobre la tasa de inflación futura. Debería incluir, antes que nada, un
compromiso del Gobierno y del Banco Central de que harán sus deberes fiscales
(por ejemplo, en cuanto al aumento de tarifas y al control del déficit fiscal)
y monetarios (no imprimir de más), como para poder llegar a la inflación
buscada.
Un
ejemplo inicialmente exitoso de un plan diseñado para romper la inercia
inflacionaria es el plan Austral de 1985. El programa tenía componentes que
apuntaban a reducir la inercia inflacionaria, como un tipo de cambio fijo, el
congelamiento de precios y salarios y el llamado desagio, que apuntaba a
reducir la inercia de precios implícita en contratos plurianuales. El plan
también tenía componentes ortodoxos, como medidas para reducir el déficit
fiscal y evitar el financiamiento inflacionario. La baja de la inflación fue
impresionante: se redujo de 30% mensual en junio a cerca de 3% mensual promedio
en los nueve períodos siguientes. La mejora de expectativas fue fuerte y la
economía se reactivó al tiempo que la inflación bajaba.
Sin
embargo, incluso en su mejor versión, los acuerdos sociales y económicos, o más
genéricamente los planes que tienen como objetivo principal romper la inercia
inflacionaria, tienen varios problemas.
El
primero es que, ante su inminencia, los empresarios se anticipan y suben
precios antes. Quizás veamos algo de esto en noviembre. El segundo es que
suelen involucrar alguna injerencia del Estado en contratos entre privados,
como por ejemplo los congelamientos de precios o el desagio, lo cual nunca es bueno
en el mediano plazo (dado que aumenta la incertidumbre regulatoria para
potenciales inversores). El tercer problema, el que hizo que los acuerdos
socio-económicos nunca funcionaran, es que las autoridades terminan
confundiendo un instrumento que solo compra tiempo y reduce los costos de la
desinflación, con un fin en sí mismo.
El
plan Austral duró pocos meses porque los desequilibrios fiscales nunca fueron
eliminados de cuajo; para el segundo trimestre de 1986 el programa requirió
retoques, y para 1987 ya estaba moribundo. Peor fue la suerte del Plan Gelbard
de junio de 1973. Se firmó un pacto social y se congelaron precios y tarifas,
pero al mismo tiempo se aumentaron salarios y se dictaron varias leyes con un
fuerte contenido intervencionista. El desequilibrio fiscal siguió galopante y
todo explotó cuando, dos años más tarde, el ministro Celestino Rodrigo
"sinceró" las tarifas, con aumentos del 100% en servicios públicos y
del 180% en combustibles, entre otros. El estallido social que causó todavía
perdura en la memoria colectiva de la Argentina.
Es
decir, un acuerdo social solo puede servir de algo si se aprovecha el tiempo
ganado para hacer reformas de fondo. Por reformas me refiero a las urgentes y a
las estructurales. Lo urgente, en la Argentina, es siempre el déficit fiscal,
ya que todas nuestras crisis tienen un origen fiscal. Sin finanzas sanas,
tenemos recurrentes crisis cambiarias, de deuda y/o inflacionarias que impactan
en el crecimiento y en la pobreza. El problema es cuando sobre la mesa de
negociación de estos acuerdos sociales se sientan algunos de los que deberían
llevar el mayor peso de una consolidación fiscal, como es el caso de los
gobernadores provinciales. En las provincias es donde el despilfarro público es
más fuerte, pero dudo que cedan mucho en la mesa de negociación. Consumidores y
jubilados, ausentes en la mesa del pacto social, probablemente sí terminemos
perdiendo, con más impuestos y con una modificación de la indexación de las
jubilaciones.
Las
reformas estructurales son las que necesita la economía para crecer fuertemente
en forma sostenida. El mayor problema de mediano plazo de los pactos sociales
es que incluyen a muchos intereses que mantienen a la economía anquilosada.
Estos seguramente pedirán algo a cambio de lo que supuestamente ceden en la
mesa de negociación. "Si me congelan precios, que aumente la protección a
la competencia externa y que bajen las tasas", etcétera. El llamado
problema de la acción colectiva hace que los que perdemos en estos acuerdos somos
los que no estamos representados: consumidores, contribuyentes, jubilados,
desempleados y emprendedores.
Mancur
Olson, uno de los economistas más destacados del siglo XX, parece que hubiera
basado sus contribuciones pensando en la Argentina. Dos libros suyos tuvieron
una influencia fundamental no solo en la disciplina de la economía, sino
también en la ciencia política. El primero, donde sienta las bases de su
teoría, se llama La Lógica de la Acción Colectiva (1965). En el segundo, Auge y
Decadencia de las Naciones (1982) aplica la lógica de la acción colectiva a
temas como el desarrollo económico.
El
argumento de Olson es que los sindicatos, las asociaciones profesionales, las
organizaciones empresariales, etcétera, tienen incentivos para conseguir
beneficios para el grupo -como puede ser un salario más alto, una regulación
monopólica o un arancel-, porque los beneficios van a un grupo relativamente
reducido de personas físicas o jurídicas sobre las cuales se pueden ejercer
"incentivos selectivos", y porque perciben un beneficio concreto
importante de la medida.
Del
otro lado, los costos y perjuicios que ocasionan estas regulaciones e
incentivos especiales están repartidos en toda la sociedad y representan
generalmente un costo menor para cada individuo, con lo cual no tienen el
incentivo para combatirlo. La protección a la producción de teléfonos
celulares, solo a modo de ejemplo, nos perjudica un poco a todos, pero no tanto
como para ir a marchar al Congreso para que terminen con ella. Para los
productores de celulares esa protección es fundamental y seguramente gastan
mucho tiempo en hacer lobby para que el gobierno no la elimine.
Sería
ideal convertir el acuerdo económico-social en un foro donde se pueda ir
negociando desarmar este entramado de regulaciones, protección y prebendas que
contribuyen al mal desempeño de nuestra economía. Lo más probable, lamentablemente,
es que ocurra lo contrario.
El
autor es economista, PhD (Universidad de Pensivlania); fue economista jefe para
América Latina de Bank of America Merrrill Lynch. Coautor de ¿Por qué fracasan
todos los gobiernos? c/S.Berensztein
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