Eduardo
Levy Yeyati. PARA LA NACION. 17/10/19
El
"milagro" del crecimiento israelí se explica por un cambio clave: más
personas trabajando, más horas trabajadas; para esto se requiere de activas
políticas proempleo
Cuando
uno menciona el milagro de crecimiento israelí, enseguida piensa en
emprendedores, tecnología e innovación. Sin embargo, al descomponer el
crecimiento en sus tres factores principales (capital, trabajo y
productividad), lo que surge del análisis es que el principal motor del avance
de los últimos 25 años fue el capital humano: más personas trabajando, más
horas trabajadas. (El aumento de productividad, en cambio, al parecer fue
bastante modesto, algo que hace dudar a economistas como Manuel Trajtenberg,
uno de los padres del modelo israelí, de la sostenibilidad del ritmo de
desarrollo.)
La
explicación de este milagro del trabajo es bastante simple. En los 90, Israel
recibió cerca de un millón de inmigrantes calificados provenientes de la ex
Unión Soviética que se insertaron en el aparato productivo local, muchos de
ellos, gracias a las políticas productivas que sentaron las bases del complejo
tecnológico del país. En los 2000, el gobierno adoptó como política de Estado
el aumento de la tasa de participación laboral de poblaciones segregadas -en
particular, de ortodoxos y árabes- y lo logró, con creces, en el caso de las
mujeres ortodoxas y de los varones árabes.
Sumar
trabajadores tiene dos efectos inmediatos. Primero, si la calidad del trabajo
no varía, más personas trabajando para una dada población total equivale a más
producto por habitante. Segundo, reduce la "tasa de dependencia"
-entre personas activas y pasivas- y el cociente entre quienes perciben
beneficios previsionales y quienes contribuyen con sus aportes a sostenerlos. Así,
sumando gente al trabajo, sube el crecimiento per cápita y cae el déficit
fiscal.
Esta
y no otra es el álgebra del "bonus demográfico" tantas veces señalado
en la discusión previsional: si la población en edad de trabajar crece más que
la población total -y si la tasa de empleo se mantiene estable- se acelera el
crecimiento y se estabiliza el déficit previsional. Pero el tema no es tan
lineal: no toda la población en edad de trabajar efectivamente trabaja, y no
todos los que trabajan lo hacen en empleos de productividad comparable.
Como
en el recientemente publicado Mapa del Trabajo Argentino del CEPE-DiTella,
lamentablemente este parece ser el caso de la Argentina, donde el aumento de
las personas en edad de trabajar más que se compensa por la caída en la tasa de
empleo -fruto del desempleo y del desaliento-, con lo que las horas trabajadas
terminan creciendo menos que la población. Este dato, por sí solo, indicaría
que no estamos aprovechando nuestro efímero dividendo demográfico.
Pero
la situación es aún peor si los futuros trabajadores no reciben una educación
pertinente que facilite su inserción laboral, o si los trabajadores actuales no
tienen una oferta de formación profesional que los entrene para las nuevas
demandas del mercado y terminan en ocupaciones de baja productividad, precarias
e informales, que producen poco y aportan menos -como en la Argentina, donde,
como muestra el Mapa, los únicos trabajos que crecieron en los últimos años
fueron cuentapropistas de baja calificación-.
Acostumbrados
a la adrenalina de las crisis, algunos observadores tienden a pensar que la
estabilización macro financiera es condición suficiente para el despegue de la
Argentina; que basta reducir el déficit fiscal y planchar el dólar para impulsar
la inversión y reducir la pobreza, en una versión vernácula del "ajustar
para crecer". Es cierto que el espacio para sostener desequilibrios
financieros, si es que existió, se agotó en 2016. Pero de la misma forma en que
un cambio de gobierno no aseguró el repunte de la inversión privada, nada
asegura hoy que el equilibrio fiscal sea suficiente para crecer, y, sin
crecimiento, no hay equilibrio fiscal sostenible.
Parte
de nuestro problema fiscal está estructuralmente asociado a la dificultad para
crear trabajos formales. ¿Cuánto del desequilibrio previsional se corregiría si
se formalizara el 22% de trabajadores informales, o si el 25% de trabajadores
independientes aportara al sistema previsional un porcentaje más cercano al del
asalariado, mediante un régimen a mitad de camino entre la precariedad del
monotributo y la desproporción del autónomo? Por otro lado, de poco sirve
extender la edad jubilatoria si nuestros adultos mayores no consiguen empleo. Y
el costado fiscal de la falta de trabajo no es solo previsional; en la medida
en que profundiza la dependencia, también afecta al gasto social, por no
mencionar sus efectos sobre la pobreza, la distribución y el bienestar.
Pero
tal vez el aporte fundamental de las políticas proempleo sea en la economía
real. En un contexto sin espacio para el impulso fiscal, con exportaciones
relativamente inelásticas y con una tasa de inversión históricamente baja y sin
incentivos para despegar, sumar trabajo es la puerta más cercana, si no la
única, al crecimiento.
Bajo
el radar de la tormenta financiera, surgen iniciativas que pueden contribuir a
mitigar nuestro déficit de empleo. Hay proyectos de agencia de formación y
acreditación profesional -uno de ellos, esperando tratamiento en el Congreso-
para mejorar la productividad de los trabajadores actuales, y modelos exitosos
a imitar (por ejemplo, el Primer Paso cordobés) para mejorar la inserción de
los jóvenes. Las demandas de género establecieron la necesidad de un sistema de
cuidados que facilite la inserción laboral de mujeres de bajos recursos, y las
políticas activas de inmigración pueden enriquecer la oferta local de
trabajadores calificados -a la manera de Israel o del norte de Europa en la
última década-. A esto se suma el eterno debate sobre la calidad, pertinencia y
costo de la educación: ¿cuánto rinde un peso invertido en educación para el
trabajo en términos de crecimiento sustentable, equidad distributiva,
bienestar? ¿Hay algún espacio donde la inversión social de las empresas tenga
más valor que en la formación profesional?
Como
resultado de la inmigración de los 90 y la integración de los 2000, la tasa de
ocupados sobre la población total en Israel pasó de 51% en 1990 a 62% en 2018.
En el mismo período, la nuestra cayó de 57 a 55%. En esos 13 puntos de
diferencia puede estar la clave de nuestro desarrollo.
Decano
de la Escuela de Gobierno de la UTDT; director académico de CEPE
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